El Pípila aparece y desaparece de la historia nacional con gran desparpajo. Hay quienes aseguran que su leyenda es precisamente eso: una invención creada por la imaginación, una súbita personalidad murmurada a partir de lo que se creyó haber visto, una delirante fantasía pueblerina. Sin embargo, hay quienes sostienen que se trató de un hombre de carne y hueso cuya valentía modificó, facilitó, un tramo la independencia mexicana.
Ambos bandos, no obstante diferir en premisas básicas de ciertos apuntes concretos, han caminado de manera paralela en el rumbo de la documentación oficial. Ricardo López Méndez (1903-1989) se adentró en algunos parajes de la historia tratando de introducirse donde nadie lo había hecho. De ese modo quiso averiguar, de una vez por todas, la existencia o inexistencia del famoso Pípila. El resultado de su indagación lo hallamos en el libro Poesía y pensamiento, editado por el Fondo de Cultura Económica.
Así, pues, el vate López Méndez nos dice que la historia está dividida en dos vertientes: entre los que ponderan el juego imaginativo, como Carlos María Bustamante (1774-1848), y los que tienden a reprimirlo, como Lucas Alamán (1792-1853).
El primero, al construir la escena de aquel viernes 28 de septiembre de 1810 en la Alhóndiga de Granaditas, dice que Miguel Hidalgo, “rodeado de un torbellino de plebe, dirigió la voz a un hombre y le dijo: ‘Pípila, la patria necesita de tu valor. ¿Te atreverás a prender fuego a la puerta de la Alhóndiga?’ La empresa era arriesgada, pues era necesario poner el cuerpo en descubierto a una lluvia de balas; Pípila, este lépero comparable con el carbonero que atacó la Bastilla en Francia, dirigiendo la operación que en breve redujo a escombros aquel apoyo de la tiranía, sin titubear dijo que sí. Tomó al intento una losa ancha de cuartón, de las muchas que hay en Guanajuato; púsosela sobre su cabeza, afianzándola con la mano izquierda para que le cubriese el cuerpo; tomó con la derecha un ocote encendido, y casi a gatas marchó hasta la puerta de la Alhóndiga, burlándose de las balas enemigas. No de otra manera obrara un soldado de la décima legión de César reuniendo la astucia al valor, haciendo uso del escudo, y practicando la evolución llamada de la tortuga”.
Por supuesto, ante tan prodigiosa descripción, Lucas Alamán tenía que venir a negar tal “imaginativa” crónica. En 1849, un año después de la muerte de Bustamante, a quien, aun en vida, le decían loco y mitómano ?adjetivos que apuraban a los historiadores “realistas” a depurar las observaciones de los “imaginarios”?, Lucas Alamán niega el hecho: “Esta relación es del todo falsa pues el cura Hidalgo, habiendo permanecido en el cuartel de caballería, en el extremo opuesto de la ciudad, no podía dar orden alguna; el nombre de Pípila es enteramente desconocido en Guanajuato”.
Empero, en el libro Adiciones y rectificaciones a la historia de México, que escribiera Lucas Alamán, se apunta que el Pípila, a decir de José María Liceaga (1780-1818), “se hallaba entre un grupo que rodeaba y no perdía de vista al cura, y acercándosele le dijo que sin necesidad de ellos se ofrecía a ejecutar la operación que se intentaba, dándosele como en el momento se le dio para comprar aceite de beto, brea y ocote, y entonces, arrimándose a la pared y tapándose con una losa, untó la puerta con aceite, llenó con la brea lo untado y luego le arrimó el ocote, con lo que fue ardiendo la madera hasta que completamente quedó destruida”. Esto, que es lo más verosímil y lo que explicaban las muchas personas que lo presenciaron y observaron, dice López Méndez, “acaba de aclarar la inexactitud y falsedad que se advierte entre lo que cuentan los dos autores susodichos”, refiriéndose obviamente tanto a Bustamante como a Alamán.
De todo ello, “una cosa se deduce: la evidencia de que el personaje existió. Ello lo afirma Bustamante, lo pone en duda Alamán y lo reafirma Liceaga”.