Annabelle: la muñeca asesina, vista desde la pedagogía

Dentro del género del terror cinematográfico hay un nicho ocupado por los muñecos asesinos. Si en Toy Story de entrada todos los juguetes están vivos por obra de algún dios a quien posiblemente le gusta de sobremanera jugar más que a los dados, y aun considerando los guiños de esta saga con el horror vía los híbridos creados por Sid, el vecino de Andy (juguetes que, sin explicación alguna y a diferencia de sus congéneres, no pueden hablar… ¿o no quieren, luego de la tortura a la que fueron sometidos por su dueño?), en las dos más recientes apariciones de los ya bastante famosos Annabelle y Chucky estas creaciones de plástico matan como posesos porque, tal cual, están poseídos por espíritus diabólicos (rigurosamente hablando, dentro de esta ficción, en el primer caso; metafóricamente, en el segundo).
No se requiere de un Piaget para saber que los niños aprenden jugando con muñecos, pero entender qué puede aprender nuestra sociedad entreteniéndose mientras Chucky ensarta por enésima vez en sus tres décadas de existencia su cuchillo cebollero en Andy niño/adolescente/adulto para poder mudarse de cuerpo, o divirtiéndose en tanto Annabelle imanta a la casa en turno todos los demonios que viven en su misma zona postal, ni siquiera investigadores paranormales de la talla de los Warren del universo fílmico de El conjuro pueden lograrlo.
No. Para ponernos en contacto, más allá del celuloide, con este bestiario infantil y demoniaco, se requiere de un vidente de las ciencias de la educación como David W. Kupferman, quien se ha interesado en indagar cómo los directores, escritores y guionistas construyen en gran medida una muy peculiar definición de la infancia y de su relación con las macabras antítesis de Pimpón, aunque para ello tengan que barrer previamente debajo de la alfombra de este terrorífico subgénero toda explicación psicológica sobre cómo piensan, sienten y actúan los niños de ficción que pueblan estas películas (y, al igual que con el montón acumulado de polvo, sin evitar que éste revele su existencia). El niño hobbesiano era un ser nacido en pecado como parte de una sociedad cuya naturaleza era un eterno estado bélico y que requería de constante vigilancia y control de los adultos.
El niño lockeano era una hoja en blanco, desprovisto de toda tendencia natural y que requería de constante vigilancia y control de los adultos. Y el niño roussiano era una criatura celestial e inocente, de naturaleza benevolente, que requería de constante vigilancia y control de los adultos. En todas estas construcciones sociales, los niños eran prácticamente entidades carentes de lo que los científicos sociales denominan agencia: la capacidad de pensar y actuar con un propósito. Es claro que pedagogos como Vygotsky y Montessori estaban aún a más de un siglo de distancia. Una vez que el niño deja de ser un problema psicológico para convertirse en un recipiente de bondad o maldad susceptible de ser trasvasado por obra de un espíritu maligno, un demonio o hasta otro humano mediante magia negra y vudú, en realidad (por así decirlo) las posibilidades no son tan grandes.