Emmanuel Carrère; ¿A dónde se van los otros?

Existe cierta tendencia a dividir sus obras en dos: por un lado, las novelas en un sentido clásico —Una semana en la nieveEl bigote— y después sus libros más recientes como El adversarioUna novela rusaDe vidas ajenas. ¿Cree que esta división se justifica?

De hecho sí se justifica, porque corresponde a algo: hubo el paso de una escritura de novela a una más documental, lo que llamamos la “no ficción”, al mismo tiempo que el paso de la tercera persona al uso de la primera persona. Estos dos hechos, que se produjeron hace ya unos quince o veinte años, son como marcas que sí representan para mí un cambio [y, aunque] no sé si otros cambios me aguardan, durante este tiempo he trabajado en libros con una naturaleza más documental.

¿Esto sucedió haciendo la investigación para El Adversario, escribiendo ese libro?

Sí, porque lo que dio nombre a ese libro, El adversario, es una noticia que marcó mucho las mentes en Francia. Es la historia de un hombre que mató a toda su familia y supimos, días después, que no solamente la había asesinado, sino que les había mentido —y a todo el mundo en torno suyo— durante veinte años, al pretender ser un médico e investigador prestigiado y nada de eso era verdad. Era un hombre que pasaba su tiempo tomando aire en estacionamientos o en los bosques de la región del Jura.

Pasé muchísimo tiempo intentado encontrar una forma de contar esa historia en particular. Durante mucho tiempo intenté hacerlo desde la forma de una novela clásica, como usted mencionaba hace un momento, pero no lo lograba ni entendía el porqué, y terminé por comprenderlo cuando comencé a escribir el libro en primera persona, no en una primera persona del protagonista, pero en mi primera persona de narrador-testigo.

¿En algún momento consideró utilizar la primera persona como un personaje?

 No, estoy moralmente en contra de eso. Tengo la impresión de que, en el caso particular de Jean-Claude Romand —aunque quizá es una sicología sencilla lo que hago— es un hombre cuya tragedia fue no haber sido capaz de hablar en nombre propio y no me corresponde a mí hacerlo en su lugar; encontraría eso moralmente muy discutible.

Recuerdo con esto la frase de una niña que conocía —que conozco—, que una vez me hizo reír y al mismo tiempo reflexionar mucho; una niña a quien su mamá le pedía disculparse frente a una persona que había molestado, diciéndole “tienes que ponerte en su lugar; hay que ponerse en el lugar de los otros”, a lo que ella respondió: “me gustaría, pero si me pongo en su lugar, ¿a dónde se van los otros?” En esa frase encontré mucha verdad.

Es interesante, porque pienso que la mayoría de las personas se sentirían a disgusto de acercarse a alguien como Romand. Para usted, ¿cómo fue?

 Era muy difícil tratar directamente con alguien que cometió actos monstruosos, que ejerce una especie de fascinación negra y trastornada, y que al mismo tiempo es un ser humano. [Por eso], ir a verlo para escribir un libro sobre él [era difícil]. Yo sólo podía permitirme hacerlo siendo yo mismo; es decir, si yo hubiera estado como [si fuese] un juez, un siquiatra o algo parecido, como un abogado, hubiera sido como si la sociedad me lo estuviera pidiendo desde ese lugar, pero como nadie me lo había solicitado y él ya había sido juzgado con cadena perpetua, no me correspondía a mí ni juzgarlo ni aumentar su condena. Además, nunca tuve la intención ni pensé en escribir el libro como si yo fuera su abogado.

¿Podríamos decir que este libro agotó su deseo de imaginar historias?

 Es posible y al mismo tiempo no sé si sea definitivo, porque no tengo ninguna hostilidad teórica contra la ficción. Soy un lector de ficción, de novelas, me gusta eso. Si surgiera en mí un tema para una novela, lo recibiría con gusto.

Nos narraba hace rato que pensó en eso cientos de veces. ¿Qué lo llevó finalmente a renunciar a la ficción cuando escribía El adversario?

Yo creo que mi intento de escribirlo en forma de ficción y no lograrlo. Siempre me dio la impresión, aunque sea un poco extraño de explicarlo, de que sonaba falso y poco preciso. Y sólo terminó, a mi sentir, a sonar justo bajo la forma de la “no ficción”.

Encuentro algo interesante: usted se sumergió en la vida de Romand para luego hacerlo en su propia vida y en la de su propia familia con Una novela rusa. ¿Cree que una cosa llevó a la otra?

No lo sé, no estoy muy seguro. Yo creo que todo lo que me llevó a la historia de Una novela rusa fue un reportaje que me propusieron hacer fortuitamente después de la publicación de El adversario y que me condujo a una pequeña ciudad en Rusia donde no imaginaba para nada que iba a ser un punto central en mi vida durante los seis o siete años siguientes. Es algo misterioso, es como una especie de condenación que no tiene gran cosa que ver con El adversario.

Quizá me equivoco, pero había un secreto en la vida de Romand y después en la familia de usted: el secreto de su abuelo (desaparecido tras la Segunda Guerra Mundial, señalado por haber colaborado con los nazis como traductor).

Sí, es verdad, tiene razón, pero no sé bien qué más añadir.

¿Pero pensó en eso?

No, no lo pensé. Sabe, es loco hasta qué punto uno no se da cuenta de las cosas que te hace hacer el inconsciente, al mismo tiempo que te impide ver otras que están frente a tus ojos.

¿Lo cambió como persona, el haber hecho esta investigación sobre su historia familiar?

Sí, seguramente. Y al mismo tiempo tengo la tendencia a esperar que todos los libros me cambien un poco, que me vuelvan un poco más libre, mejor, tengo una visión bastante moral sobre esto.

¿Cuál es la frontera entre la ficción y la no ficción para usted? ¿Es clara?

En el cine es muy clara; por un lado están las películas que conocemos como tal y, [por el otro,] los documentales. El criterio [diferenciador] es bastante simple: en una película vemos actores que interpretan personajes; en un documental, a los verdaderos personajes. ¿Cuál sería un equivalente de esto en la literatura? Mi teoría es la utilización del verdadero nombre propio, lo que no siempre se puede hacer porque hay personas que se oponen o que piden que no lo hagas —ahí yo respeto absolutamente su voluntad, no me aprovecho con esto—, pero pienso que al dar el verdadero nombre del personaje es como si uno se expusiera; de hecho, uno se expone a una reacción que puede ser muy intensa. Si pienso en criterios de la “no ficción” o del documental, uno afronta una realidad que nos elude y eso puede ser potencialmente peligroso.

¿Cuáles son para usted las semejanzas y las diferencias entre el quehacer de un periodista y un escritor?

En principio, yo tiendo a pensar que el periodismo es un género literario al igual que el teatro, los sonetos, la novela. Esto no significa que todos los artículos periodísticos estén a la altura de la literatura. Pero hay periodistas o personas que hacen el trabajo de periodistas que me parece que los tendría [en el concepto] de grandes escritores; por ejemplo, me dio un gran gusto saber que el premio Nobel (en 2015) se lo hayan dado a Svetlana Alexiévich, porque hizo grandes obras literarias pero, en la base, ella es profundamente una periodista. Que el premio Nobel recompense a una periodista, lo encuentro muy bien.

Su respuesta me permite preguntarle sobre el premio Nobel a Bob Dylan. ¿Qué piensa de esto?

Lo considero muy bien. Me gusta mucho Bob Dylan y estoy totalmente de acuerdo de que los textos de sus canciones son poesía. Es un poeta importante y no sólo eso, crecimos con Bob Dylan y es una de las figuras culturales más importantes no sólo para mí, sino para muchas personas, por eso me parece que estuvo muy bien otorgarle a Dylan el premio Nobel. Sólo que ahora está la puerta abierta y no hay razón para cerrarla…

Para terminar. Rusia es una evocación frecuente en sus obras por razones bastante conocidas. En ese sentido, le pregunto por otra región: ¿piensa incluir América Latina algún día en sus escritos?

Es posible, pero es algo lejano, primero porque no hablo español y eso me incapacita. A menos de que tenga un encuentro particular con alguna persona o historia, espontáneamente no me consideraría la persona mejor posicionada que pudiera escribir algo inteligente sobre América Latina. Eso se da, más bien, en los lugares a donde voy, donde puedo escuchar algo; y luego, uno nunca sabe.

Sobre su primera impresión de México en términos literarios, ¿qué le parece interesante?

Para ser honesto, tengo que decir que llevo tres días en México y en el marco de esta gran Feria de Guadalajara, que es un pequeño gueto en la ciudad muy atractivo y agradable, pero no una base suficiente de conocimiento de México. [Aunque] también conozco México a través de libros, películas, de grandes escritores como Octavio Paz, Carlos Fuentes, pero también por Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, de autores mexicanos contemporáneos, de mi edad, o más jóvenes que comienzo a leer en ocasión de esta visita, pero es avanzar poco en el conocimiento de un país, donde, una vez más, [pesa] mi desconocimiento del idioma.