La guerra antinarco y el 2018

De pronto México le gustó tanto al secretario de Seguridad Interna de Estados Unidos, John Kelly, que decidió quedarse tres días en nuestro país… ¿De dónde tanta querencia?
Sin faltar a la hospitalidad, conviene preguntarnos la razón de tan prolongado viaje, atípico en una tradición de visitas entrada por salida.

Si no pecase uno de suspicaz, pensaría que se quedó para darle seguimiento, desde aquí, a las intervenciones del presidente Enrique Peña Nieto, tanto en el encuentro con Donald Trump como en la cumbre del G-20. Algo así como ponerle marcaje personal.

Los intereses gringos están a la vista: Sentar firmemente a México en el tren de la guerra contra el terrorismo, imponer sus condiciones en materia comercial –como ocurrió con el acuerdo azucarero– y obligarnos a seguir librando la guerra contra las drogas.

Si bien el boletín de la junta Peña-Trump resalta que el gringo llamó amigo a su interlocutor y que éste dijo que la reunión sirvió para mantener el diálogo con miras a avanzar en la renegociación del TLC y proseguir la cooperación en el terreno de la seguridad, es en esto último donde radica el mayor interés del imperio.

Sólo que en el sostenimiento de la guerra antinarco Trump no necesita recurrir a su estilo negociador de matón de tira cómica; nuestros funcionarios acatan sin chistar los dictados de Washington, así la estrategia tenga la misma utilidad de la Carabina de Ambrosio.

Si no fuera porque no hay peor ciego que quien no quiere ver, Luis Videgaray, Miguel Osorio Chong, Salvador Cienfuegos y Vidal Francisco Soberón, habrían tenido oportunidad, en algún momento de estos tres días, para decirle a Kelly, “¡ya basta!, la guerra contra las drogas no va más”. Porque sus desastrosos resultados están a la vista.

Y que si, según sus fuentes, “México es el segundo país más mortífero del mundo”, esto puede ser verdad; pero no es gobierno más asesino del mundo el más idóneo para decirlo. Mientras los mexicanos les enviamos drogas para que sus jóvenes la pasen chévere, ellos nos mandan armas para seguir matándonos.

La guerra nos ha dejado la friolera de 90 mil muertos en lo que va de la administración federal —cerca de 200 mil en una década— y una sociedad en la más absoluta decadencia, donde se enseñorea la corrupción, ha sentado sus reales la cultura del dinero fácil y la vida —como en la ranchera— no vale nada
Mientras nuestro presidente conversaba con Kelly, el miércoles en Los Pinos, en Madera, Chihuahua, se hacía el recuento macabro de cadáveres producto de un enfrentamiento primero entre bandas del crimen organizado y luego entre éstas y fuerzas federales. En un inicio se habló de 26 muertos y luego la cifra preliminar los ubicó en 15, sin que hasta el momento se conozca el dato oficial definitivo.

Ese mismo día, mientras Kelly hacía maletas para volar a México, en Baja California Sur también se realizaba un recuento aciago: siete muertos en sólo una noche.

Faltaba lo peor. El jueves por la mañana, mientras Kelly, con el aire de un patrón que les pide cuentas a sus mayordomos, se reunía con Cienfuegos y Vidal Soberón, y sobrevolaba luego Guerrero como si de su finca se tratara, en el penal de Acapulco una riña cobraba la vida de 28 reos.

En la tierra que gobierna Rogelio Astudillo –está bien: que dice gobernar– Kelly planeó sobre campos de amapola, no se sabe si para supervisar la calidad del insumo o para ordenar su destrucción hipótesis ambas en las cuales el único ganón es el Tío Sam.

No fue todo. En Guanajuato, dos balaceras dejaron diez muertos en las comunidades Tinaja de Pastores y Cupareo. Por mencionar sólo algunas consecuencias de la guerra heredada por Felipe Calderón y continuada alegremente por Peña Nieto.

En esta atmósfera teñida de sangre en modo alguno es descabellado suponer que los tres días de Kelly en México y el encuentro Peña-Trump, en Hamburgo, de algún modo hicieron luz y quizá hasta definieron el tema de la sucesión presidencial en el partido del gobierno.

De haber sido así, no se requiere perspicacia para decir que se equivocan de punta a cabo quienes han decretado el deceso político de Osorio Chong, por esa nimiedad que son los pésimos resultados de la estrategia contra el narco. Es al revés.

Los candorosos opinantes que así ven las cosas parten de la suposición de que a nuestro gobierno le importa lo que piensan los mexicanos del común acerca de la inseguridad, la violencia, la guerra en contra del tráfico de drogas… No es así.

La seguridad pública es el rubro peor calificado de la presente administración federal… por los mexicanos. Si de nuestros vecinos se trata, es el asunto que mejores cuentas les ha reportado. Y, por lo mismo, su responsable directo, Osorio Chong, califica con creces para la grande.

En opinión de estudiosos del tema, el gobierno estadunidense está empezando a modificar su visión con respecto a nuestro país y la divisa histórica de “no impone, pero sí veta” gobernantes, empieza a virar hacia el interés de encargarse de manera directa de la gobernabilidad en el que tristemente considera su traspatio.

Por lo demás, el inquilino de la Casa Blanca no necesita en el poder en México alguien para echar discursos y, por lo mismo, con una dicción perfecta. Algo de lo cual Osorio patentemente carece, pues más bien tiene una retórica intrincada y le cuesta trabajo verbalizar sus ideas. Requiere sólo de alguien que acate a pie juntillas las estrategias del Pentágono. Y eso, al titular de la Segob, ¡qué bien le sale!

No anticipemos, pues, vísperas en el descarte rumbo a 2018. El mejor posicionado es, de lejos, Osorio Chong. No hay quien le pise los talones. Ni siquiera los negociadores comerciales o el canciller.

En ese ensayo general para la negociación del Tratado que fue el acuerdo azucarero, aquellos negociadores pretendieron vendernos como gran logro la reducción de nuestras ventas de azúcar refinada. Y como enorme triunfo el aumento de las exportaciones de azúcar cruda. Es decir, de materia prima para ser procesada en las refinerías de la mafia de los hermanos Fanjul, donadores de millones de dólares para la campaña de Trump.

Gran servicio, sí, al poderoso vecino, el de quienes arreglaron el amargo acuerdo azucarero; pero fue apenas uno. La guerra contra las drogas data ya casi de medio siglo y se recrudeció hace una década.