¿Traiciones, negociaciones? Los republicanos toman Querétaro

Querétaro había recibido con júbilo al emperador Maximiliano, a mediados de febrero de 1867. Pero los 72 días que duró el sitio que pusieron los republicanos a la ciudad, llevó a todos los que permanecían en ella al límite de su resistencia. Las tropas imperiales fabricaron balas con plomo arrancado de los techos; los cartuchos se hacían con papel. Cuando se acabaron los alimentos, caballos, mulas, perros y gatos se convirtieron en el único menú disponible.
El emperador se puso traje de campaña y recorría las trincheras dando ánimo a sus soldados. Su médico, Samuel Basch, recordó, años después, un curioso texto de Maximiliano que explicaba su actuación durante el sitio: “Soy un general en servicio activo y en el campamento, con botas altas y espuelas y sombrero ancho. No conservo de mis arreos de almirante sino el anteojo, el cual no me abandona nunca. Con verdadera pasión estoy desempeñando mi nuevo oficio, y encuentro un verdadero atractivo en pelear, especialmente con tropas valientes”. Solía Maximiliano apersonarse en los puntos de mayor riesgo, donde horas antes habían caído algunos de sus hombres, para angustia del príncipe Salm Salm, que no lograba convencerlo de mantenerse a salvo. La peculiar temeridad del emperador llegó a grado tal que una granada pegó cerca de él y le quemó parte de su larga barba. Así, con el amplio sombrero y su catalejo de marino, con su medalla de bronce al mérito militar prendido en su casaca de campaña, lo captó la cámara, en la última fotografía que le tomaron en vida. Algunos de sus biógrafos, al reflexionar acerca de aquellas extravagantes muestras de valor, estiman que, en realidad, Maximiliano buscaba algo parecido a una “muerte en combate”; se paseaba por la línea de fuego en busca de la bala republicana que lo liberase de todos sus problemas. Esa bala no llegaría durante el sitio.
EL ENCARGO DEL CORONEL LÓPEZ. Miguel López tuvo grado de coronel durante el imperio de Maximiliano. Fue comandante del Regimiento de Dragones de la emperatriz y era compadre del emperador, quien tenía referencias de él anotadas en aquel “libro secreto” que había iniciado a su llegada a México. Antiguo protegido de Santa Anna, había acabado militando en las contraguerrillas organizadas por los estadunidenses en 1847. “Tiene mucho valor”, escribió el archiduque, “pero se ataca su probidad”. Pese a aquellas referencias iniciales, López acabó siendo uno de los mexicanos más cercanos al emperador, y lo había seguido hasta Querétaro.
El 11 de mayo, convencido de que Leonardo Márquez no volverá con los refuerzos de la Ciudad de México, Maximiliano prepara, con los generales que le quedan, un nuevo plan para romper el cerco republicano y escapar de Querétaro: dejarán la artillería y la infantería para moverse con rapidez. El emperador, saldrá protegido por una escolta que mandará Miguel López. Y rodeado de varios batallones de húsares. Un contingente de 3 mil indios tendrá que quedarse para engañar a los republicanos y facilitar el escape del archiduque y sus colaboradores más cercanos. Se intentará crear una milicia importante con los queretanos leales que deseen colaborar. El intento de escape se programa para el 14 de mayo de 1867.
Pero para la mañana de ese día, sólo 300 queretanos han acudido al llamado de las tropas imperiales. Demoran tanto los preparativos, que la salida se aplaza un día más. Pero las horas transcurren y las tropas ni siquiera cuentan con armamento suficiente. Miguel Miramón dirá, inquieto: “Dios nos guarde durante estas 24 horas”. Llegan los primeros minutos del 15 de mayo, y, aunque Maximiliano está optimista, aún no acaban los preparativos. Una vez más, la acción se aplaza: saldrán a las 3 de la madrugada del día 16.
Lo que no saben esos hombres que están dispuestos a jugarse la vida junto al emperador para romper el cerco, es que el coronel López mantiene, desde hace unos pocos días, contacto secreto con el enemigo republicano, nada menos que con el jefe de los sitiadores, Mariano Escobedo, y con él negocia la rendición de la ciudad: les franqueará el paso cuando falten unas pocas horas para el intento de escape.
Y así ocurre: es la madrugada del 15 cuando López allana el paso de los soldados republicanos a la ciudad de Querétaro, por la barda norte del convento de la Cruz, donde estaba el cuartel general de Maximiliano, quien a duras penas alcanza a salir de allí. Se mueve al otro extremo de la ciudad, hacia el Cerro de las Campanas. Desde allí puede ver el avance de los republicanos: la ciudad es de ellos.
Aún pregunta si hay posibilidades de intentar un escape, rompiendo el avance enemigo. Su general indígena, Tomás Mejía, le responde: “Señor: pasar es imposible, pero si Vuestra Majestad lo ordena, trataremos de hacerlo; en cuanto a mí, estoy dispuesto a morir”. Nada quedaba por hacer.

Entonces, Maximiliano decidió afrontar la realidad: envió a sus hombres, con una bandera blanca, a parlamentar con Mariano Escobedo. Lo que quedaba del imperio se rendía. Félix de Salm Salm contó después que el emperador le pidió que lo matara de un tiro. “Es tiempo de que una bala me haga feliz”. Pero el aventurero prusiano se negó a matar al archiduque.

¿TRAICIÓN O NEGOCIACIÓN? El final del proyecto imperial de Maximiliano tuvo lugar poco más de un mes después, con el fusilamiento del emperador y sus dos generales más cercanos, Miguel Miramón y Tomás Mejía. A Miguel López le tocó cargar, durante años, con el baldón más innoble de aquella historia: a su nombre se le agregaría la etiqueta de “traidor”.

Así transcurrieron una veintena de años. A principios de mayo de 1887, Filomeno Mata, propietario y editor del Diario del Hogar, publicó una nota que causó un escándalo: se trataba de un trabajo de Ángel Pola, periodista chiapaneco, uno de los primeros reporteros en el término moderno de la palabra. Pola llevaba a las páginas de aquel periódico una noticia relacionada con el sitio de Querétaro y que, pese al tiempo transcurrido, alborotó a todo México.

Pola contaba cómo el general Escobedo había padecido serios quebrantos de salud. A sus habitaciones del Hotel Gillow, llegaba el reportero, a interesarse por la condición del militar. Cuando Escobedo se restableció, le dijo a Pola que le interesaba contarle “algunos datos novedosos” acerca de los sucesos de veinte años atrás.

Eso fue suficiente para poner en alerta el olfato periodístico de Pola, quien acompañó a Escobedo en un viaje por tren. A bordo del vagón, el vencedor de Querétaro reveló al reportero que todo lo negociado por Miguel López en 1867 no había sido iniciativa propia, sino que obedecía instrucciones de Maximiliano, que intentaba una solución al sitio lo menos cruenta posible. Es decir, López no había traicionado a su real compadre; había aceptado cargar con la responsabilidad para disimular las intenciones del emperador en desgracia.

La nota de Pola desató una polémica que aún no acaba. En su momento, se dijo que era un intento de menoscabar la buena imagen de Mariano Escobedo, para que no se convirtiera en un eventual rival electoral de Porfirio Díaz. Diversos historiadores dan por buena la revelación de Escobedo, y otros siguen pensando que López, además de traidor, quiso achacarle a Maximiliano la debilidad en aquellos momentos extremos. Discusiones aparte, el final fue el mismo: el emperador que buscaba esa bala que le diera la paz definitiva, la encontró finalmente en el Cerro de las Campanas.