Huachicoleros: miedo o complicidad

Antier, miércoles 10 de mayo, fue publicada una nota sobre la cifra estimada del hurto de hidrocarburos a nivel nacional: “El robo de combustible cuesta al erario entre 15 y 20 mil millones de pesos al año, estimó el secretario de Hacienda, José Antonio Meade, por lo que consideró urgente combatir ese delito de forma integral entre diferentes instancias gubernamentales. (Margarita Jasso Belmont, p. 6). Esta declaración surge a propósito del choque entre fuerzas federales y huachicoleros en Palmarito Tochapan, municipio de Quecholac, Puebla. En ese enfrentamiento perdieron la vida cuatro militares y seis civiles. Los “chupaductos” utilizaron como escudos a niños y mujeres. Todo un reto para las autoridades, pero también para la interpretación periodística y sociológica.
Hasta marzo de este año se tenía el cálculo de 21 mil tomas clandestinas en el país; las más numerosas en el poliducto Minatitlán-México, que tiene 592 kilómetros de largo, de los cuales 154 kilómetros cruzan por el estado de Puebla (Jorge Fernández Menéndez, “Seguridad interior y huachicoleros”, Excelsior, 8/V/2017). No es que Puebla sea la única entidad involucrada por esta actividad ilícita. Hay varios otros estados afectados por la extracción clandestina de combustible: Veracruz, Tamaulipas, Tlaxcala, Guanajuato, Jalisco, Sinaloa y Estado de México.
El punto es que en Puebla hay comunidades enteras que han hecho de este delito su forma de vida. El fenómeno se concentra en el llamado “Triángulo Rojo” que comprende los municipios de Tepeaca, Amozoc, Palmar de Bravo, Acatzingo, Esperanza, Acajete, Tecamachalco y, precisamente, Quecholac donde se registró el enfrentamiento del 2 de mayo. En el Triángulo Rojo se han detectado cuatro mil 441 tomas clandestinas (ídem).
¿Pero, cómo se ha dado esta simbiosis entre el crimen organizado y la población? Sucede que, con el descabezamiento de los grandes capos de la droga, estrategia que comenzó en el sexenio de Felipe Calderón, sin haber respaldado tal medida con otras acciones gubernamentales que previeran lo que iba a suceder, en vez de tener cinco cárteles originales, éstos derivaron en, por lo menos, 280 pequeñas, pero muy virulentas, bandas delictivas. (Héctor Aguilar Camín, “La Matanza va”, Milenio, 5/V/2017)
Por ejemplo, el Cártel del Golfo, que comandaba Osiel Cárdenas, efectivamente, se desdobló en una miríada de pandillas: cuando este capo fue detenido en 2003 y luego extraditado a Estados Unidos en 2007, esa organización delictiva se dividió en dos: de una parte, la capitaneada por su hermano, Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén Tony Tormenta y José Eduardo Costilla Sánchez El Coss; de otra parte, Heriberto Lazcano, El Z-3 y Miguel Ángel Treviño, El Z-40. Estos dos últimos fundadores de Los Zetas. Cada uno de estos cuatro capos, antes de ser abatido o detenido, dio origen a diversos grupúsculos.
Una de las bandas provenientes del tronco de Los Zetas, la denominada Nueva Sangre Zeta es la que tiene metidas las manos en Palmarito. Se trata de la célula de los Bucanans comandada por Ruselbi Vargas Hernández El Ruso y Gustavo Adolfo Jiménez Martínez La Vieja.
Este grupo se instaló desde hace meses en Palmarito. Llegaron hombres fuertemente armados. Impusieron su “ley”: lo mismo ordeñan ductos que secuestran y extorsionan a comerciantes y dueños de empacadores de hortalizas: “En Palmarito todos saben quiénes son los líderes huachicoleros; saben de sus actividades y sus nombres pero omiten denunciarlos por miedo o por complicidad… la verdad todo el pueblo está aterrorizado por lo que pasa”. (Excelsior, 7/V/2017). Han tendido, igualmente, una red de corrupción con policías municipales y estatales; trabajadores de Pemex que les ayudan a realizar las complicadas labores de perforación y sustracción del combustible; con dueños de pipas y distribuidores y, seguramente, con funcionarios públicos.
Los Bucanans pagan entre 8 y 12 mil pesos a niños y mujeres para que les sirvan de “escudos” y desempeñen labores de “halconeo”, es decir, para que les avisen quién entra y sale del poblado, sobre todo cuando se acercan las fuerzas federales. Cuando van a ordeñar un ducto, citan dos horas antes a esos grupos de mujeres y niños; rodean la toma clandestina; los huachicoleros comienzan a “trabajar”. Si llega el ejército activan la barricada humana y así se facilita la fuga de los facinerosos.
La simbiosis entre los huachicoleros y la población se da, efectivamente, “por miedo o por complicidad”. Porque los delincuentes llegaron a tomar, literalmente, pueblos enteros. Aprovechan las carencias de la gente para ofrecerles migaja del negocio que es la extracción y venta clandestina de hidrocarburos.

Conviene señalar que el Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, afirmó que el aumento de la criminalidad se debe a varios factores, entre ellos, la reconfiguración de los cárteles (dispersión) pero también a que “hay dos mil 450 municipios, en los que hay mil 850 corporaciones, sólo 50 estarían capacitadas para cumplir con la seguridad de los municipios.” (El Financiero, 5/V/2017). En las localidades tenemos, pues, policías débiles y grupos delictivos fuertes.

Hay una debilidad estructural en la seguridad nacional en la que violencia y corrupción caminan de la mano. Valga otro dato: nueve alcaldes del Triángulo Rojo están bajo sospecha de complicidad con los huachicoleros.