Gasolinazo de frente y pacto de cabeza

La primera impresión que queda, tras la firma del pacto para hacer frente a las consecuencias del gasolinazo, es que las cosas se hicieron al revés. Que hubo un problema de orden. Primero era amarrar el pacto entre las fuerzas productivas, luego explicar las razones de la medida por venir y al final aplicar el aumento a las gasolinas.
Decía el clásico que, en política, la forma es fondo. Es el caso. Aquí el orden de los factores altera el producto.
El aumento a las gasolinas era económicamente inevitable, ya que era insostenible, en las condiciones de crisis fiscal-presupuestal del Estado, seguir subsidiando un consumo que es mucho mayor en los grupos sociales más ricos.
otras palabras, en una nación tan desigual como México, es económicamente correcto eliminar un subsidio altamente regresivo.
Lo que no era inevitable era hacerlo como se hizo. De sopetón. En vacaciones.
Sin informar de manera suficiente a la población. Y, sobre todo, sin hacer los acuerdos necesarios para garantizar que el efecto del aumento no se esparciera por el resto de los mercados, y en particular sobre la canasta básica.
Es un problema de insensibilidad política y social. De no ver objetivamente las condiciones previas de enojo (y de ingresos) de la población, molesta ante el estancamiento económico, el regreso de la inseguridad y la persistencia de la corrupción. De no intuir que el incremento a las gasolinas iba a generar preocupación generalizada por una posible inflación rampante. De no percatarse de la precariedad de nuestro estado de derecho.
De no ver las señales de molestia y de intolerancia empresarial. De no tomar el pulso social. De vivir en la burbuja y creerse demasiado su propio discurso.
Medidas “dolorosas, pero necesarias”, como el gasolinazo, requieren, por un lado, que el ciudadano las comprenda (en el sentido de entender de qué se trata, no de ser comprensivos y buenas gentes); por el otro, de una cohesión social mínima para no ser disruptivas.
De ahí la necesidad de explicación coherente y de pacto explícito que las acompañe. Antes, no después.
De nada sirven medidas económicas racionales —aunque sean discutibles—, si no se instrumentan en un contexto de cierta estabilidad social y de diálogo político fluido (si estamos en democracia).
Haber desatendido ese asunto obligó a usar como control de daños lo que debió de haber sido una política preventiva, que es el pacto firmado ayer.
Las reacciones al gasolinazo a lo largo de esta semana, con sus peligrosas derivaciones de violencia y rapiña focalizadas, hablan de una sociedad mucho menos cohesionada de lo que se pensaba.
La combinación de ira coyuntural, desinformación interesada en las redes sociales, irracionalidad, oportunismo político y rencor social ha sido verdaderamente tóxica.
Al mismo tiempo, hemos visto muy poca disposición entre las fuerzas políticas (esa clase en sí y para sí, según una franja creciente de la opinión pública), para deliberar de manera democrática sobre el futuro de la República.
A cambio, hemos tenido regaños, por la convicción del gobierno de que la suya es la única ruta legítima para afrontar los desafíos, hemos tenido a un PRI que, tras tímidas protestas, se ha unido como un haz en torno a su líder nato, como en los viejos tiempos; y hemos tenido a partidos de oposición que critican cosas por las que votaron (e incluso eran más radicales, caso PAN) o que aprovechan para intentar pescar en río revuelto.
En otras palabras, todos jalan para su molino. Como buenos autistas, sólo están mirando las próximas elecciones —y las que siguen, porque viene La Buena—, mientras a su lado la pradera está seca y hay quienes corren con antorchas.
Éste es, quizá, el problema toral.
Es factible que el gobierno federal, aunque no tenga tanto poder como hace tres décadas, pueda incidir efectivamente en evitar que haya aumentos “indiscriminados” y “excesivos” en bienes y servicios. Es posible que el mismo gobierno realice ajustes que hagan más tolerables los próximos meses. Es incluso pensable que las cosas se asienten en el terreno económico.
Lo que no es imaginable —no, con esta clase política; no en nuestros eternos tiempos preelectorales— es que el gobierno esté dispuesto a dialogar efectivamente con la oposición, y viceversa.
Todos se encuentran ya en guerra de propaganda, de seducción a un electorado cada vez más suspicaz. Y muy pocos —tal vez uno, ambicioso, astuto y malicioso— prestan atención al desorden que se está formando a su alrededor.
Y así no hay manera de salir del atolladero.
Así, el pacto es sólo una manera para ir gestionando el deterioro —para deslizarse suavemente, en vez de desbarrancarse—, en vez de un mecanismo de auténtica recomposición del consenso social.
Así, este turbio 2017 es visto solamente como un interregno —con un laboratorio social y electoral en medio, en el Estado de México— del año siguiente, en el que supuestamente todo cambiará, se refundará la nación y etcétera.
En otras palabras. Nos hace falta política, pero nos sobran políticos tradicionales.