Sostener una revolución cinco minutos

El vestíbulo del Palacio Legislativo de San Lázaro estaba atestado aquella mañana del primero de diciembre del 2000, hace 16 años.
Había algo similar a una fiesta, cuya posterior improvisación la convertiría de espacio democrático en desencanto colectivo: Vicente Fox, primer presidente de la alternancia mexicana, hombre de misal y rústica e iletrada derecha, reparto refresquero y caballo palomino, había desplazado al PRI del poder y las delegaciones invitadas a su toma de protesta colmaban el espacio entre el optimismo y la estupefacción. Algunos le daban espacio a la esperanza.
Entre los murmullos, los saludos y los abrazos, bajo el mural xilográfico de José Chávez Morado, entre barandas pulidas y vidrios lavados, con anticipación suficiente para aprovechar el tiempo, tras el ventanal sureño, por una puerta cercada con cordones rojos y postes dorados, repentinamente, como una sorpresa, lo vi entrar: una aparición, la figura cansada y sin embargo altiva, la leve cojera, se recortaba contra la luz de la mañana.
Vestía un impecable traje azul marino de puntadas italianas. Zapatos negros, barba encanecida, blanca la limpia camisa, oscura la corbata de listas rojas y blancas, discretísimas. Ojos vivos y brillantes, empacado, seguro a pesar de la edad.
Era Fidel Castro, la leyenda de América. Ahí estaba, al alcance del saludo, a la distancia de un brazo. La longevidad del poder, el mando unipersonal, la autocracia absoluta, la personalidad más arrolladora de América, al menos en el siglo XX. Un genio de la política. Como él dijo de sí mismo, “un esclavo del poder”.
Acudí a su encuentro.
Cuando me acerqué a él otro compañero había visto y hecho lo mismo. Se aproximó y como dos guaruras de la información, cada quien por su lado, sin previo acuerdo, tomamos a Fidel Castro por sorpresa y por los flancos. Como en una batalla silenciosa. Yo por el izquierdo, Miguel Reyes Razo por el derecho. Lo cercamos.
El Comandante caminaba sin detenerse. Seguía en busca de la escalinata. Su seguridad nos empujaba. Como una alcayata lo sujeté del brazo.
—No me jale; le dije a un hombrón de ébano cuyas tenazas me tironeaban para soltar a Fidel.
—No me jale, le arranco el brazo pero no lo voy a soltar.
Fidel accedió. Una leve mirada dulcificó al gigante.
Del otro lado algo parecido le ocurría a Miguel. Comenzamos a caminar. Los dos reporteros rumbo a los palcos de la Cámara por las escalinatas de cubos cubiertos con Tezontle, pozos de luz y cactus y plantas y maderas, y el legendario guerrillero con la rejega pierna, como si fuéramos las asas de un ánfora, las orejas de una copa de plata.
— ¿Usted cree que pueda haber una buena relación ahora con un gobierno como el de Fox, vendedor de Coca Cola, tan lejano a Cuba?, le pregunté cuando íbamos por el sexto peldaño.
—Yo he venido en señal de buena voluntad. Haremos lo necesario, dijo sin explicar nada. Lenguaje jesuítico sin atender a la provocación. ¿Lo necesario?
Mucho tiempo después vendría aquella majadera invitación a largarse después de comer. Mucho tiempo faltaba todavía.
Fidel comentaba cosas sencillas, si cómo había crecido la Ciudad de México, si él no reconocía ese edificio, si llevaba a México en la entraña. Le faltaban 16 años para morirse de ahogos y ancianidad en La Habana; sesenta años después de haberse embarcado en Tuxpan para hacer la revolución más alucinante de la historia. Pero también faltaba un piso y medio por subir, y yo veía los zapatos uno tras otro en la difícil huella de los escalones. Y lo sujetaba como a un abuelo.
Y sentía su brazo flaco, tan lejano del poderoso guerrillero de la Sierra Maestra. Y la renquera, pues.
Esa misma pierna tiesa adivinada apenas en el paso franco de la anterior ocasión cuando lo vi en La Habana en la recepción del Papa Juan Pablo II, a quien le dijo el más bello discurso de toda su vida de infatigable orador. “Su santidad: la tierra que usted acaba de besar se honra con su presencia. No encontrará aquí aquellos pacíficos y bondadosos habitantes naturales que la poblaban cuando los primeros europeos llegaron a esta isla. Los hombres fueron exterminados casi todos por la explotación y el trabajo esclavo que no pudieron resistir; las mujeres, convertidas en objeto de placer o esclavas domésticas…
“…A lo largo de siglos, más de un millón de africanos cruelmente arrancados de sus lejanas tierras ocuparon el lugar de los esclavos indios ya extinguidos…