Supervivientes

Del cúmulo de imágenes tremendas que nos llegan diariamente —desastres naturales o sociales, accidentes,
guerras, violencia contra los más débiles e indefensos…— de vez en cuando se nos queda una en la mente, como un símbolo de misterioso alcance o un aviso de no se sabe quién dirigido sólo a nosotros, es decir, a usted o a mí.
Eso me ha ocurrido con una breve secuencia, unos pocos segundos, que vi en un reportaje informativo sobre la serie de recientes terremotos en Nueva Zelanda.
No se me grabó en la memoria por ser especialmente atroz, en este registro la competencia es enorme, ni tampoco por ser sumamente espectacular, sino por un toque casi humorístico, como tomado de unos dibujos animados, de desolación ingenua… Se trataba de una vista aérea, probablemente tomada desde un helicóptero, de un paisaje literalmente hundido por el corrimiento de tierras.
En medio se alzaba como diez o doce metros una pequeña meseta que marcaba el antiguo nivel del suelo pero que ahora quedaba como un promontorio aislado, rodeado de paredes cortadas a pico por el seísmo. Y sobre ese mínimo espacio se apretaban cuatro o cinco vacas que habían quedado allí aisladas y que miraban el desastroso territorio a su alrededor, allá abajo, con aire plácidamente preocupado, como sin saber si felicitarse por su buena suerte o desesperarse por verse irremediablemente atrapadas.
La situación insólita de esos bovinos propiciaba una sonrisa compasiva. Pero a mí se me antojaron como una especie de metáfora telúrica de nosotros los europeos (contengo la tentación de ponerme estupendo y decir que de los seres humanos en general).
En ese santuario que resultaba ser también una prisión estaban los pobres animales, tan domésticos y sedentarios, tan escasamente dotados para afrontar una sobrecogedora aventura, esperando que algún milagro salvador ocurriese, que los amos que habitualmente velaban por ellas y las ordeñaban acudiesen en su rescate.
Pero esos amos probablemente habían muerto, tragados por la catástrofe… De modo semejante, los ciudadanos de nuestra Europa próspera y relativamente tranquila de hace una década vemos hoy que se cuartea el suelo hasta ayer firme bajo nuestros pies, que se funden como la nieve al sol los lazos que nos unían a los vecinos y que la trabajosa alianza se resquebraja.
Rodeados de países que se deshacen por las guerras, el atraso miserable, las dictaduras, vemos llegar a cientos de miles de perseguidos y desventurados que buscan asilo en nuestra pequeña (o al menos así nos lo parece) meseta de frágil seguridad.
Aparecen entre nosotros, como en los peores naufragios, implacables organizadores que recomiendan no admitir a extranjeros que puedan ponernos en peligro de zozobrar. Y en los Estados Unidos, esos poderosos señores que ya han venido otras veces en nuestra ayuda y de los que siempre esperamos a regañadientes una solución que nos purgue de nuestros propios fantasmas, vemos hoy una presidencia muy poco dada al humanitarismo y que pondrá precio a cada gota de agua que nos brinde…si es que siquiera se molesta en ofrecérnosla. O aprendemos a valernos por nosotros mismos y planear lo que quizá nos salve o acabaremos como las vacas neozelandesas, mugiendo impotentes al cielo.
Hay dos aspectos de la democracia que suelen disgustar incluso a los más sinceros demócratas. Por una parte, los ciudadanos, a la hora de votar, son demasiado influenciables por los políticos menos recomendables y más demagógicos que los manipulan en la dirección menos sensata; por otra, los antedichos votantes se muestran inasequibles a los esfuerzos mejor orquestados y financiados de quienes tratan de encauzar sus elecciones por el buen camino.
O sea los ciudadanos son a menudo maleables cuando menos convendría que lo fuesen y en cambio desconcertantemente rebeldes cuando sería aconsejable su docilidad a quienes más saben. Ello, claro está, dando por supuesto que nosotros los que así juzgamos sí que sabemos quiénes son indeseables demagogos y qué es lo que conviene al pueblo supuestamente soberano…
Suelen ser los referendos el tipo de comicio que más se presta a resultados que desafían la paciencia de los ciudadanos de mejor sentido común, como usted y yo, estimado lector. Ya el Brexit avisó que pueden pasar más cosas en las urnas de las que nuestra filosofía conoce. Pero el resultado del referéndum sobre el acuerdo de paz en Colombia ha sido aún más sorprendente.
Si de algo se puede acusar a la campaña a favor del sí es de un exceso de celo. Su propaganda se desplegó con apabullante derroche financiero en todos los medios de comunicación, siendo apoyada por las más destacadas personalidades colombianas y extranjeras, incluso reforzada a veces con promesas venales o intimidaciones poco disimuladas.
En España, un vocinglero se permitió amenazar con el ostracismo a un jugador de fútbol colombiano si no apoyaba públicamente al sí, mientras dividía a los votantes en hijos de la luz —los del sí— y representantes del poder de las tinieblas, los otros.
Hasta la pregunta misma en la papeleta de voto era sesgada e incluía el apoyo a la paz como parte del contenido del sí, dando a entender que los que prefiriesen votar no preferían que siguiese la efusión de sangre. Y sin embargo…