Somos una generación de surcos contaminantes

Todo está muy putrefacto. Somos una generación insegura, que no acaba de reencontrarse en la perspectiva de la escucha, imbuida en la mentira, nada respetuosa con su propio medio ambiente, bastante irresponsable y apenas comprometida con los valores humanos.
A poco que nos miremos unos a otros, hay ciudadanos cuya trayectoria de vida no es otra que la falsedad permanente.
Bajo estas mimbres, resulta complicado combatir algo, sino es a través de la sinceridad y la franqueza. Ha llegado, en consecuencia, el momento de abandonar el doble rasero, la doble moral y la hipocresía, asumiendo una verdadera disposición para salvaguardar los derechos humanos.
Lo mismo sucede con nuestro propio hábitat. Un reciente estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirma que el 92% de la población mundial vive en sitios donde los niveles de contaminación del aire exceden los considerados permisibles para la salud. La ineptitud e irresponsabilidad es tan manifiesta que la presencia en el aire de materias o formas de energía que implican riesgo, daño o molestia grave para las personas y bienes de cualquier naturaleza, representa más de tres millones de muertes cada año.
Lo malo de este peligro continuo es que son nuestras propias huellas. Tenemos el aire que tenemos disponible, no se puede elegir otro. Igual ocurre cuando no tenemos referencia moral alguna para verificar la verdad, al fin todo se convierte en una pura contradicción, donde nadie se entiende con nadie, llegando a dudar hasta de uno mismo, que no sabe ni de dónde viene ni hacia dónde camina.
En efecto, cada día somos más incoherentes y más cultivadores del caos. Todo lo contaminamos de sufrimientos.
Ahora bien, no podemos dejarnos llevar por la desolación. Deberíamos concentrar fuerzas, detenernos para discutir sobre ideas, alimentar y alentar con la astucia, la estratagema de proseguir ofreciendo discernimiento, pues es desde la sensatez como se llega a abrazar ese mundo armónico con el que todos soñamos.
De ninguna manera podemos dejarnos vencer por los obstáculos. Tampoco podemos permitir que las discordias o la rivalidad nos atormenten.
Es la hora de comprenderse, de respetarse asimismo y a los demás, para considerare cada cual miembro de la familia humana y activo ciudadano de la sociedad. Para desgracia de todos, hace tiempo que fomentamos una enseñanza interesada, de cabeza a cabeza, en lugar de hacerlo desinteresadamente, de corazón a corazón; con lo que esto acarrea de confusión y desorden.
Lo que verdaderamente imprime surcos esperanzadores no es simplemente una actitud positiva ante las cosas, sino más bien una apuesta decidida por cultivar otro mundo más humano desde un caminar más auténtico, más crecido de verdad, más recreado en el amor, y así, de este modo, no nos ahoguemos en las dificultades.
A propósito, el último discurso en el Debate General de la Asamblea del Secretario General, Ban Ki-moon, ha estado lleno de palabras duras para advertir sobre los peligros que acechan al mundo, pero también pleno de palabras de anhelo para señalar los caminos que hay para superarlos y prevenirlos.
Desde luego, tenemos que ser personas de acción coherente si queremos avanzar como especie solidaria y humana.
De lo contrario, nos ahorcaremos a nosotros mismos por los caminos de la soledad más cruel e inhumana.
No olvidemos que el pastor esquila las ovejas, no las devora. Imaginen tantas destrucciones de existencias, tantas gentes mutiladas, tantos seres humanos infectados por el odio y la venganza.
Cuesta pensar que el mundo se convierta en un matadero o en un campo destructivo, cuando realmente la vida se ha hecho para disfrutarla, para vivirla en armonía y, así, gozar embelleciéndonos con el planeta.
Abandonemos, pues, los cauces contaminantes, regenerándonos como espíritu compasivo, restaurando otro pulso más genuino que dignifique a todo ser humano, hoy bastante degradado, lo que requiere más cercanía entre todos y un mayor espíritu creativo para redescubrirnos en nuestra propia inmensidad llena de posibilidades.
Es curioso que la vida, cuánto más viciada, más vacía y más pesa.
Al fin y al cabo, no está la felicidad en tener, sino en donarse; tampoco en vivir, sino en saber vivir; y jamás en dejarse impurificar, pues la maldad todo lo corrompe, aunque tarde o temprano, los malvados acaban por desenmascararse.