Los adoradores de la fuerza, felices

Hace 169 años, en una fecha como ésta, en el remate del Palacio Nacional (sí, pues, cuando aún conservaba estatura de niño y de dedal), ondeaba pavorosa la bandera de los Estados Unidos con una resignación ciudadana absoluta. Las revueltas contra las tropas de Scott nunca fueron del todo significativas y muchos mexicanos se sintieron argullos de ser, por fin, parte de aquel país. En ese tiempo no pagaron el muro; pagaron el costo de la invasión. Peso a peso y dólar sobre dólar.
Desde entonces los mexicanos sabemos las consecuencias de vivir junto a una nación cuya naturaleza es la devoción absoluta por la fuerza.
A veces la fuerza bruta y sin sentido, como lo prueban sus aficiones deportivas de hombres con casco —para no hablar de los yelmos de sus militares siempre en guerras interminables por cualquier parte del mundo—, empeñados en derribar al otro, ganarle la parcela entera y de paso regocijarse con palmadas en el culo.
Deporte de contacto, dicen unos; juego de extremo culto a la fuerza y el consecuente dominio, dicen otros. Esos estadunidenses amantes de la fuerza son todos. En un grado mayor o menor, todos viven en la fiesta del armamentismo. El haz de flechas en la garra del águila de su escudo bélico, los identifica y simboliza a todos.
Y en el nombre de todos ellos una noticia alarmante para México comenzó a circular recientemente:
“(EP).—Los médicos (le) diagnosticaron a Hillary Clinton una neumonía el pasado viernes.
“La enfermedad trascendió este domingo después de que la candidata tuviera que abandonar de forma precipitada el acto de homenaje del 11-S en Nueva York al sentirse indispuesta.
“Su campaña lo atribuyó en un principio a un “exceso de calor”, pero su doctora, Lisa Bardack, afirmó más tarde que se había deshidratado y sufría una neumonía.
“Tras el percance en el homenaje, había sido examinada de nuevo en su casa en el norte de Nueva York. Por la noche, anunció que cancelaba un viaje de campaña este lunes a California.
“Este episodio alimenta la última línea de ataque de su rival republicano, Donald Trump, sembrar dudas sobre la salud de la exsecretaria de Estado.
“También es combustible para quienes acusan a Clinton de no ser transparente, por verse [obligada] a revelar su condición, forzada por los acontecimientos, aunque la dimensión de esta dolencia frena especulaciones más graves sobre su salud que circulan en algunos foros de la derecha más anti Clinton”.
Obviamente es la peor noticia para la campaña de una señora cuyos mejores momentos la ponen como la apacible y otoñal abuela y que ahora será la abuelita enferma (¿dónde está Caperucita?), mientras Trump –lo vimos en México—, se desplaza en el escenario con la furia de un Miura y la firmeza de un oso.
Y eso, para los gringos, eso es un símbolo de identidad, casi como lograr el sueño de manejar un “muscle car”, una máquina con más de 500 caballos de fuerza.
Y si no fuera suficiente la desgracia de la señora Clinton, el momento resulta gravísimo: en la víspera de la conmemoración del 11 de septiembre, cuando se recuerdan los ataques terroristas a Nueva York y la evidencia de una debilidad sin posible retorno, para cuyo conjuro frente a los terroristas o quienes los dejan vivir, ha centrado Trump sus ataques a los demócratas con la simple promesa de fortalecer como jamás se ha visto, a los Estados Unidos.
Fuertes quiere decir también, atrabiliarios, impositivos, tercos, inflexibles y hegemónicos; violentos, insensibles.
—Sí, ¿y qué?
La barrabasada del muro y quién lo paga es apenas una muestra de esto. Lo demás es la promesa de fortalecer al Ejército y asustar a quien se deje (y obligar a quien no se asuste) con el poderío atómico y militar en cualquier orden.
Frente a esas promesas de acero (como Superman), no pueden los demócratas oponer a una señora enferma.
Roosevelt gobernó desde una silla de ruedas pero no llegó al poder en silla de ruedas. Y pudo, cuando fue necesario, reelegirse, plantarle cara a Stalin y participar definitivamente en el triunfo aliado durante la II Guerra Mundial, aun cuando el conflicto lo hayan ganado con el dedo de Truman sobre el botón atómico, poco después de la muerte de Franklin Delano, sobre su escritorio de trabajo. La fuerza destructiva más grande desatada por el hombre en toda su historia. Hasta hoy.
En octubre de 1979 el entonces presidente Jimmy Carter (nótese el diminutivo) tuvo la ocurrencia de correr una maratón en Maryland. Una ruta difícil, dicen, hasta para los más entrenados. El esfuerzo fue superior y se desmayó. La crisis nacional en el cuarto de guerra fue monumental, pues por algunos minutos no se sabía si era un desvanecimiento sencillo o un ataque cardiaco.

Después de las crisis de Centroamérica e Irán, los Estados Unidos no podían permitirse esa debilidad manifiesta. Los demócratas se largaron a su casa. Vinieron luego los Reagan (Ronald y Nancy) y Bush padre con el intervalo clintoniano, cuyo regreso ahora parece amenazado como nunca.