El niño olitizado en México

Los niños son —lo indica el lugar común— el futuro. Sin embargo muchos de ellos no aguardan tanto para actuar en beneficio de alguna buena causa. Quizás la primera gran noticia que tenemos de sus luchas esté en la espléndida obra de Marcel Schwob La cruzada de los niños. La acción transcurre en el lejano año 1200 en plenas cruzadas. Un predicador (san Bernardo) reco­rre parte de Europa exhortando a los pequeños a reconquistar el Santo Sepulcro. Éstos, en número de cincuenta mil, sensibles a la palabra de Dios y ávidos de entrar en combate, parten hacia Jerusalén. Allí, donde habían fracasado los duros guerreros me­dievales cubiertos de acero, los niños podrían tener éxito. Borges, en el prólogo a dicha obra en la versión castellana de Rafael Cabrera, recuerda emocionado las legendarias palabras del Evan­gelio: Dejad que los niños vengan a mí, y no lo impidáis (Lucas 18:16). Por cierto, los infantes asimismo fallaron en su intento de “cruzar los mares a pie” para llegar a los desiertos a guerrear: los que no murieron en la difícil travesía, fueron vendidos como esclavos en los mercados orientales.
Efectivamente, los niños forman parte del amplio y a veces terrible mundo político. Muchas cosas no se explicarían sin ellos. Hitler solía depositar su fe aria en los niños y adolescentes nazis, quienes jugaron un importante papel en el ascenso y consolidación del Tercer Reich. Poco antes de la caída ¿quién no recuerda la patética fotografía que muestra al tirano a punto de derrumbarse, ojeroso, desencajado, acariciando las mejillas de los últimos niños que inútilmente enfrentarán al poderío soviético que tenía cercado Berlín? Imposible dejar de lado la típica imagen del político norteamericano besando niños para obtener el voto de sus padres. Actualmente el fanatismo religioso los ha impulsado a inmolarse con tal de vengarse de la violencia occidental, tal como lo vemos en Medio Oriente.
En México, lugar en donde los niños son mayoría (cómo olvidarlo: en sábado o en domingo corren, berrean y arrojan trozos de comida en el restaurante), son parte de la política del sistema. En la Revolución empuñaron las armas para derrotar a la tiranía. El Archivo Casasola da buenas pruebas de ello: niñitos revolucio­narios, ya con la dureza reflejada en el rostro, muestran sus armas, orgullosos. Pero es en los años de la “revolución institucionalizada” cuando los menores, o la gente menuda, como les llaman los cursis de la televisión, han llevado a cabo sus más importantes hazañas. Inalterablemente estaban presentes en cada acto de gobierno, en el recibimiento a un mandatario extranjero, en el regreso del presidente de la República o en la inauguración de un puente. Siempre hay niños agitando banderitas nacionales, en vez de estar estudiando o jugando, como en el resto del mundo. Para colmo, ahora la CNTE les quita el derecho a estudiar.
Por ello hay algo que ya preocupa a muchos analistas políticos del país: qué ocurrirá cuando los niños cobren conciencia y hartos de la corrupción y la crisis se lancen de lleno a una cruzada (o revolución, si se prefiere). Podrían, en vista de que son mayoría, aspirar al poder y a ejercer una dictadura infantil que diluya a las demás clases. No olvidemos que los infantes fueron una clase social en la URSS: “La única clase privilegiada son los niños”.
Antecedentes revolucionarios los hay. Ho Chi Minh solía dirigirse a los niños en sus discursos y proclamas y su contribu­ción para arrojar a los invasores norteamericanos de Vietnam no fue poca ni insignificante. Ya es difícil eliminarlos de tajo como lo hizo Herodes en Belén: son demasiados y están en permanente actividad en una suerte de lucha generacional, tal como lo muestra Ray Bradbury en un texto maravilloso, “La pradera”, en el que los padres perecen por causa de sus pequeños y traviesos hijos. Tampoco podría aceptarse la propuesta del irlandés Swift para que los niños excedentes sirvieran de alimen­to: Es tarde, se han politizado y su deseo podría ser la toma violenta del poder.
¿Cómo evitarlo? Muy sencillo, hay que asimilarlos. En tal caso habrá que concederles dos cosas: el derecho al voto desde los tres años de edad y modifi­car la Constitución para que los niños puedan ser gobernadores y presidentes desde los once años, con tan sólo presentar el acta de nacimiento y el certificado de primaria.
Además le daría a México la apariencia de ser plural y completa­mente democrático, en la que todos los sectores de la población participen sin diferencia de sexos o edad. Es posible que hagan mejor papel que los adultos que han arruinado al país.

Es posible que su inocencia casi angelical los aleje de la eterna corrupción mexicana y les evite pronunciar discursos demagógicos como los de los políticos de todos los partidos. Peña Nieto, previsor, este siguiente informe, lo dará ante jóvenes y niños, son más receptivos y están menos contaminados por las perversiones de la partidocracia. Sólo confiemos en que López Obrador no los incluya en esa cosa extraña que él llama la “mafia del poder”.