A sus 16 años, Rafael ha cruzado 23 veces el desierto de Arizona, el llamado corredor de la muerte, donde el miedo, el cansancio, la sed, el hambre y el crimen organizado convierten muy pronto el sueño americano en una terrible pesadilla.
“Resulta que soy guía. Yo paso gente para el otro lado, voy, la dejo y ya me regreso solo”, relata.
Rafael es un niño po-llero intentanto burlar, una y otra vez, el cerco de acero de 4.6 kilómetros de largo reconstruido hace cinco años en los límites de Nogales, Sonora, con Nogales, Arizona.
“He llevado de diez hasta 16 personas. Cruzamos por puro desierto, nostiran por el kilómetro 112 para pasarnos del otro lado por un ranchito. A mí me pagan 150 por cabeza, 150 dólares”, revela. El menor de edad es pollero y a veces burrero, porque también hace viajes cargando maletas repletas de mariguana en la espalda, en una ruta compartida entre el tráfico de personas y el tráfico de drogas de México a Estados Unidos, donde son comunes las balaceras con armas de grueso calibre entre bandas rivales.
“Los que me mandan son los integrantes de la mafia de Agua Prieta, ellos hacen todo eso, a veces me envían con drogas, a veces con gente, y así. Lo más que he cargado son 60 libras (poco más de 27 kilogramos). Son maletas negras o tipo camuflage, que te amarran en el pecho y la cintura para que no se te caigan. Me pagan 900 dólares por la burreada, si es más lejos, ya me pagan más”, explicó.
Rafael camina días enteros subiendo y bajando cerros en la inhóspita y peligrosa frontera de Arizona, uno de los principales puntos para el cruce ilegal desde 1998, donde cada vez es más frecuente el arribo de niños migrantes no acompañados del interior de la República mexicana y de países de Centroamérica, que huyen de la falta de oportunidades, la pobreza y la violencia que generan los Mara Salva-trucha.