La democracia y las grúas

Escuchaba yo con atención en la radio, al día siguiente de que la Cámara de Diputados aprobó la reforma política para el Distrito Federal, comentarios de Sergio Sarmiento y Lupita Juárez, así como de varios actores políticos, entre los que sobresalía obviamente el Dr. Miguel Ángel Mancera, quien se refería a este hecho como algo histórico en la vida de nuestra ciudad capital. Razonablemente, festejaba el éxito de una lucha que viene dando desde el inicio de su administración por esta nueva etapa de reformas en la vida política del DF (que en virtud de dicha reforma dejará de llamarse así para adoptar el nombre de Ciudad de México).
En ésas estaba cuando se leyeron comentarios hechos por los radioescuchas. Uno de ellos, verdaderamente molesto, reclamaba al jefe de gobierno que «en vez de andar haciendo reformas políticas, mejor se dedique a vigilar el comportamiento de las grúas que arrastran a los autos mal estacionados». El ciudadano seguramente había tenido una mala experiencia, como tantos otros las tienen día con día en muchos aspectos de la vida cotidiana, que se originan o tienen que ver con actos de autoridad en nuestra ciudad. Con el esbozo de una sonrisa no pude evitar preguntarme qué tenía que ver una cosa con la otra.
Seguramente, ninguno de los políticos empeñados en configurar esta reforma política se hubiera imaginado un cuestionamiento como éste a propósito de lo que se ha venido negociando por años en materia democrática para el Distrito Federal. Esta sorprendente (para los políticos) reacción ciudadana no tiene que ver con ninguno de los clichés que se han manejado, como ése de que ahora ya seremos ciudadanos de primera. No obstante, el conciudadano aquel me ha dado elementos para abordar nuevamente, a invitación de esta acreditada revista, la reforma constitucional en materia política para el Distrito Federal que ya ha sido aprobada por ambas cámaras del Congreso de la Unión y que, en el momento de escribir este artículo, para entrar en vigor sólo esperaba la aprobación de por lo menos 16 legislaturas locales.
A mí la verdad esas reacciones no me sorprenden ya tanto, pues no es la primera vez que atestiguo y que me refiero a esta especie de confusión en la mente de muchos capitalinos, que seguramente se debe en parte al abuso que durante largo tiempo se hizo de la idea de que un gobierno electo democráticamente sería la solución de los problemas que han aquejado a la población, lo cual, como quedaría evidenciado después de varios lustros de gobiernos democráticos, no ha sucedido.
Yo mismo, al advertir la posibilidad de que volviéramos a caer en esa oferta demagógica, en una de mis columnas, publicada en mayo de 2015 en el diario La Crónica, utilicé el título de «Ciudadanos ‘de primera’, ¿metro o democracia?» para abordar por un lado el tema de la reforma que para esas fechas solamente había aprobado el Senado y, por otro lado, la prevalencia de problemas que nos aquejan todos los días, como la falta de operación de la línea 12 del Metro, en aquel entonces suspendida.Soy un convencido de las bondades de la democracia, especialmente en cuanto a que no hay un mejor sistema para elegir a quienes habrán de gobernarnos. Pero creo que no hay garantía de que quienes resulten electos sean, sólo por haber sido electos, capaces de hacer un buen gobierno.
También creo (y cada día me convenzo más) que la democracia sólo será completa cuando implique un decidido activismo y participación de los ciudadanos todos los días, no nada más en los procesos electorales.
Desde que fui invitado a unirme a la campaña de Luis Donaldo Colosio, compartí con él y posteriormente con Ernesto Zedillo la convicción de que, en la capital de la República, debíamos impulsar una profunda reforma democrática que permitiera que sus autoridades fueran electas por el pueblo y no designadas por el jefe del Ejecutivo federal. Desde el primer día al frente del gobierno capitalino, desplegué todos mis empeños para llegar a un consenso que nos permitiera lograr aquello que, a pesar de haberse ofrecido reiteradamente, siempre se había quedado en tímidos cambios que acababan por dejar insatisfechos a todos. La respuesta de todos los partidos fue favorable, y así llegamos en 1996 a una reforma sin precedentes que dio como resultado un nuevo régimen, aprobado por unanimidad, que permitiría la elección democrática del jefe de gobierno y de los titulares de las delegaciones, entre otras innovaciones políticas.
No obstante que se trató de un avance de gran trascendencia, evidentemente muchas cuestiones quedaron pendientes, fuera por concesiones hechas (o no hechas) durante el complejo proceso de negociación o por no haberse logrado acuerdos suficientes. Una de ellas, muy importante, era el hecho de tener o no una Constitución propia creada por los propios capitalinos, en lugar de un Estatuto de Gobierno elaborado por el Congreso de la Unión. Otra, no de menor importancia, era todo lo relacionado con la representación ciudadana o vecinal para la toma de decisiones en las delegaciones del gobierno de la ciudad.
El primer tema, el de una Constitución propia, planteaba de entrada un reto en cuanto a la oportunidad de sacar adelante la reforma en el sexenio de Ernesto Zedillo. No disponíamos de tiempo suficiente y parecía prudente que el cambio se diera a la mitad de la administración federal y durara tres años, puesto que los escenarios eran muy inciertos en caso de que, como fue, hubiera un triunfo de la oposición.
En cuanto al segundo tema, como lo escribí también en mayo de 2015, si bien es cierto que yo no alenté la idea de que la democracia por el solo hecho de existir resolvería nuestros problemas, sí insistí en mi convicción de que un gobierno democrático conduciría inevitablemente (pensaba) a una mayor transparencia, a la rendición de cuentas y a una intensa participación de la ciudadanía en la toma de decisiones, no sólo para efectos de elegir a gobernantes y representantes, sino todos los días. Imaginaba que, como nunca, viviríamos una efervescencia ciudadana para bien del funcionamiento de nuestra ciudad. Me duele aceptar que me equivoqué.
Se terminaron los tiempos en que el llamado regente tenía que comparecer por varias horas a rendir cuentas en la asamblea, se inició la nefasta práctica de «reservar» información sobre los gastos relacionados con las grandes obras de la ciudad y se canceló la vigencia en los hechos de las formas de participación ciudadana que existieron por muchos años. Tres ejemplos de prácticas o decisiones opuestas a lo que considero una verdadera vida democrática.
Y precisamente por eso creo que el proceso «constituyente» dará a los capitalinos la oportunidad de abordar esos temas y legislar sobre ellos en la propia Constitución, para convertirlos en derechos constitucionales de los ciudadanos. Esto, además, aprovechando que se darán los plazos dentro de la administración del Dr. Mancera, quien ha dado muestras de un verdadero compromiso con la participación ciudadana y quien tiene el suficiente poder político para conducir este proceso.
Un proceso que además dará la oportunidad de llevar a la mesa de las discusiones aspectos como los relacionados con la materia fiscal, pues no podemos dejar de reconocer la eficacia (sin igual en ninguna otra parte de la República) de nuestro sistema de catastro y cobro del impuesto predial, el cual, a diferencia de lo que ocurre en otras entidades y en sus municipios, está centralizado. ¡Qué dieran muchos estados por adoptar el esquema del Distrito Federal, y no al revés!
Otros temas serán por fortuna inevitables en el proceso de discusión que se avecina. Es el caso de la visión metropolitana en muchos de los aspectos clave para la viabilidad urbana de esta inmensa concentración humana. Igualmente, la sustentabilidad ambiental, la viabilidad hidráulica, el tratamiento de los residuos sólidos y la movilidad, por mencionar sólo algunos. Ya desde ahora muchos nos preguntamos qué será lo que ordene la Constitución de la Ciudad de México en estos asuntos y otros, como los de transparencia, rendición de cuentas o responsabilidades de los servidores públicos.
El liderazgo político de Mancera, así como todo ese cuerpo colegiado constituyente, tienen la gran oportunidad de dejar establecidas constitucionalmente las bases que garanticen una amplia y efectiva participación ciudadana en las decisiones y manejo de temas sensibles para el futuro de la capital.
La planeación del desarrollo urbano, la toma de decisiones en el nivel delegacional, la coparticipación en las tareas de vigilancia, seguridad y protección civil, entre otras, se pueden enriquecer considerablemente con una amplia participación de los ciudadanos, en el marco general \que determine la Constitución. Ni más ni menos. Es momento de decidir entre todos aquello en lo que podemos y debemos involucrarnos los habitantes y aquello que debemos reservar al ejercicio de la autoridad electa democráticamente. Ahí, al ventilarse estos temas, deberá quedar establecido el marco en el cual podrán operar los concejales de las alcaldías, sin convertirse en una pesada carga burocrática adicional.
Y quizá, ¿por qué no?, también sea momento de que discutamos con seriedad y compromiso si los derechos de unos cuantos pueden ir por encima de los de otros muchos en cuestiones como la libertad de manifestación.
Los legisladores locales y federales han hecho ya la tarea que les tocaba, conforme a lo que dispone la Constitución General de la República, y nos entregan una reforma que establece entre otras cosas que se constituirá una Asamblea Constituyente con cien diputados, 60 de representación proporcional, junto con 14 senadores y 14 diputados federales (art. 7 transitorio).
Que dicho órgano ejercerá en forma exclusiva todas las funciones de Poder Constituyente para la Ciudad de México y la elección para su conformación será el primer domingo de junio de 2016, para instalarse el 15 de septiembre de ese año; y que a más tardar el 31 de enero de 2017 deberá aprobar, por las dos terceras partes de sus integrantes presentes, la Constitución Política de la Ciudad de México (art. 7 transitorio).
Que el Consejo General del INE emitirá la convocatoria para la elección de los diputados constituyentes a más tardar dentro de los siguientes 15 días a partir de la publicación del Decreto (art. 7 transitorio).
El titular del Poder Ejecutivo se denominará jefe de gobierno de la Ciudad de México y tendrá a su cargo la administración pública de la entidad (art. 122). La elección de las alcaldías en 2018 se realizará con base en la división territorial de las 16 demarcaciones del Distrito Federal vigente hasta la entrada en vigor del Decreto (arts. 3 y 4 transitorios).
Igualmente, que las alcaldías accederán a los recursos de los fondos y ramos federales en los términos que prevea la Ley de Coordinación Fiscal (art. 16 transitorio) y serán órganos político-administrativos integrados por un alcalde y un concejo electos por votación. En ningún caso el número de concejales podrá ser menor de diez ni mayor de quince (art. 121).
Los jueces y magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal se integrarán en el Poder Judicial de la Ciudad de México, una vez que éste inicie sus funciones, de conformidad con lo que establezca la Constitución Política de la entidad (art. 12 transitorio).
En cuanto a la concurrencia de diversas autoridades, dispone que la Federación, la Ciudad de México, así como sus demarcaciones territoriales, y los estados y municipios conurbados en la Zona Metropolitana, establecerán mecanismos de coordinación administrativa en materia de planeación del desarrollo y ejecución de acciones regionales para la prestación de servicios públicos, en términos de la ley que emita el Congreso de la Unión.
Para la eficaz coordinación a que se refiere el párrafo anterior, dicha ley establecerá las bases para la organización y funcionamiento del Consejo de Desarrollo Metropolitano, al que corresponderá acordar las acciones de asentamientos humanos, protección al ambiente, preservación y restauración del equilibrio ecológico, transporte, tránsito, agua potable y drenaje; recolección, tratamiento y disposición de desechos sólidos, y seguridad pública (art. 122).
Ahí están las bases para un cambio en el régimen político de la ciudad que ha sido el corazón de una gran nación y sede de los poderes federales, entidad en que se asientan las representaciones diplomáticas de otros países. Enormes responsabilidades ambas, entre muchas otras que se derivan de lo que se conoce como condición de capitalidad. Responsabilidad, honor y orgullo que nos toca a quienes vivimos aquí.
Quizás eso es lo que nuevamente ha llevado a que la reforma no desemboque en ese antiguo reclamo (que no comparto) de que nuestra ciudad sea el estado 32, uno más de la República. Tal como quedó aprobada la reforma, no seremos un estado, ni las demarcaciones territoriales conocidas hasta ahora como delegaciones serán municipios. Parecerá una verdad de Perogrullo, pero no seremos un estado más porque no somos un estado más, somos la capital de la República, de todos los mexicanos. Y si en el futuro decidiéramos que otro estado fuera la capital, ése tampoco sería uno más, por la misma razón.
Por todo lo anterior me parece absurda la discusión acerca de si somos o no ciudadanos de primera. Somos orgullosamente habitantes de la capital de todos los mexicanos, y ello nos hace diferentes. Ni mejores ni peores, sino diferentes. No por nosotros ni por los derechos que tengamos, sino por el lugar donde residimos. En algún tiempo hemos sido privilegiados (tal vez excesivamente) con las asignaciones presupuestales federales, justo por esa condición que tenemos. Cuidémonos de no echarla por la borda; analicemos lo que sucede en otras latitudes, donde ahora se adoptan «leyes de capitalidad» para recuperar lo perdido al intentar ser como los demás: otro estado de la Federación. Lo importante es que todo esto se traduzca en un mejor entorno para quienes vivimos aquí y en un más eficiente funcionamiento de nuestra ciudad. Así, el radioescucha aquel no seguirá con el dilema de escoger entre la democracia y el funcionamiento de las grúas.