CDM: El lugar donde sí se puede

Agustín Lara, nativo del capitalino barrio de «La Lagunilla»?, decidió «haber nacido» en Tlacotalpan y, ni tardo ni perezoso, un recordado gobernador, lo habilitó, con todo y calle principal, al lado de otros inmortales, como Gonzalo Aguirre Beltrán y Guillermo Cházaro Lagos.
El primero, usted sabe, fue propulsor de la política educativa e indigenista mexicana, y el segundo, una gloria vernácula, autor de «Los cantos del Papaloapan», las décimas más sentidas y rigurosamente académicas, dedicadas por alguien a la belleza de su tierra.
Muchos «académicos» gazmoños y sofisticados se sintieron heridos en su orgullo retardatario por la decisión de Lara, porque en el fondo, era un reclame al sustrato de sus tesis inmovilistas, de su pensamiento conservador y de sus designios religiosos y creencias deterministas.
Como ahora que, aunque se opongan a que algo amenace al reino de la partidocracia, el? 62 % de los mexicanos, acaba de apoyar la posibilidad real de las candidaturas independientes, a contrapelo de los retrecheros inmovilistas.
Sin embargo, todo el país festejó la decisión de Lara, acerca de adoptar a Tlacotalpan como su cuna, aunque supieran la verdad. Era tan grande su fama y su genio, que cualquier ciudad de las consagradas en su «Suite española», se hubiera peleado por ser escogida como cuna del «Flaco de Oro».
Madrid, Granada, Valencia, Murcia, Toledo, hubieran «dado un brazo» por ser elegidas. Inmortalizó el barrio de Lavapiés –donde tiene una estatua majestuosa–, el bar de «Chicote» y la Gran Vía de tal modo que el alcalde Enrique Tierno Galván, el más querido de los de la antigua Villa del Oso y el Madroño, era su admirador entrañable.
En el sepelio del filósofo y catedrático de la Complutense Enrique Tierno Galván, gloria del republicanismo de avanzada, al que asistieron casi un millón de madrileños que atestaron La Castellana rumbo al panteón, se tocó pura música española de Agustín Lara. Como su réquiem, «Madrid».
Y eso que la hermosa calzada de La Castellana, que atraviesa la capital española, desde más allá del barrio de Chamartín, hasta la majestuosa estatua de la Cibeles? y del edificio secular de Comunicaciones…
… quiso ser bautizada por Franco y sus exegetas con el nombre de «José Antonio», recordando al sanguinario fascista-falangista Primo de Rivera?, todo porque el dictador, que también quería ponerle su nombre a La Gran Vía, motivado por sus desplantes retorcidos, quería reposar con su brazo armado, por toda la eternidad.
Sin el «veracruzano» Lara, no existiría la identidad jarocha
Lara había compuesto todo un repertorio de hermosas canciones españolas, con un sabor tan castizo, y una descripción geográfica y de costumbres, giros idiomáticos, olores y sabores, sólo propia de un genio musical como era él…
… que, además, lo hizo sin conocer ese país, hasta que los comerciantes peninsulares radicados en México, y hasta los criollos, le ofrecieron una serie de homenajes en el Club Asturiano de las calles de Orizaba y Puebla. en la colonia Roma de la ciudad de México…
… y lo sorprendieron con sus boletos de avión a España. Hasta entonces, varios años después de sus sonados éxitos –que hasta la fecha dan marco a la fiesta taurina– conoció el país objeto de sus melodías. El mejor pasodoble es de su inspiración, dedicado a su compadre, Silverio Pérez.
Además, «tocó » con su genio, los jardines valencianos , los balcones de Toledo, las rosas de Murcia y la belleza granadina, llevada a la exaltación en un canto andaluz de altísimos registros, interpretado en todos los idiomas por los tenores y barítonos de mayor prestigio, sonata sinfónica que le ha dado la vuelta varias veces al mundo, exaltando al compositor.
Por si esto fuera poco, sin las canciones de Lara, dedicadas a la belleza secular de los jirones y de la mujer veracruzana, posiblemente no existiera esa argamasa que une la proverbial identidad jarocha. No se entendería Veracruz, si Lara no «fuera» de Tlacotalpan.
Y en ’85 surgió la fuerza y la capacidad de los vulnerables
Los «grandes» tienen todos los derechos. Por eso lo son. Hasta para escoger dónde nacer, bueno, hasta de decir mentiras, mientras encuentran sus verdades que hacen evolucionar al mundo. Esto, que defendió Abel Quezada en Para los hombres verdes, lo venimos a aceptar y legislar, 50 años después.
Luego de las violentas sacudidas del terremoto del 19 de septiembre de 1985, que dejó una estela de más de decenas de miles de muertos? en la capital mexicana y cuando el país, sus organizaciones emergentes y los damnificados, fueron despreciados e ignorados en sus necesidades por los políticos tradicionales y sus desfasadas y soberbias actitudes, surgió la fuerza y la capacidad de los vulnerables.
El Estado, insensible y represor, autoritario, tuvo que aceptar que las cosas, los procedimientos, los modos, las maneras y hasta la Constitución debía reconocer el incontenible giro que había dado la condición política, económica y social de la población.
A regañadientes, los gerifaltes en turno, encabezados por el «hombre gris» De la Madrid y el ya incipiente salinato encabezado por el hispano-franco-argelino José María Córdoba Montoya, tuvieron que aceptar que «la muy noble y leal Ciudad de México» se diera su propio régimen político, que al menos permitiera elegir a su gobernante.
Desplazando la figura del «Regente», un pobre Jefe de Departamento, que según la figura del colonizador, era sólo el encargado de cuidar la plaza y transmitirla, mientras llegaba a la madurez el heredero.
El «Regente», que era normalmente el empleado más tozudo del régimen, el que tenía que atender todos los problemas que rebotaban en la Capital, mientras los querubines del gabinete se enseñaban con sus desafíos de politicastros.
Hasta le mandaban más problemas. Lo atosigaban con tal cantidad de chambas y manifestaciones, que le hacían imposible salir airoso y poder pretender la mano de «Doña Leonor», disputándola al de antemano elegido por el «gran dedo» presidencial.
Cuando Ernesto P. Uruchurtu, el «Regente» que demostró que podía con «el paquete»? les demostró que tenía el empaque para aspirar a distinciones mayores, el propio Presidente envidioso lo revistió de improperios, haciendo que la voz popular le llamara «Don Gladiolo».
Haciendo referencia a los reclamos de los afectados por la apertura de la prolongación hacia el norte del Paseo de la Reforma, misma que al ser terminada fue atestada de gladiolas en su camellón central, para hermosear la obra, de alguna manera.
Lo menos que decían los presidentes a sus círculos íntimos, para que lo esparcieran como un chiste popular en las carpas y comederos políticos, era que Uruchurtu bien podría ser un buen Presidente, «los primeros 18 años”.
?La vida de los «regentes» priístas, durante su encargo, se desenvolvía como un drama. Negociando con taxistas, ambulantes, precaristas, establecidos de los mercados públicos y toda la gama de peticionarios y reclamantes de servicios modernos, en una ciudad que rebasaba su capacidad para albergar más de siete millones de habitantes… y el problema se complicaba…
… porque, además de ser el guardián y el velador del Zócalo y de los acontecimientos criminales en el Centro Histórico, debía aguantar las puntillosas críticas cotidianas de los «heraldos» a sueldo de los poderosos…