Indígenas, nuestra mayor vergüenza

En el colmo de la ignorancia, al encontrar en su expedición las «caritas sonrientes» totonacas que representaban alegría y tristeza, los conquistadores extremeños las remitieron de inmediato a la furia de la Inquisición peninsular. Les provocaron un miedo cerval.
Al juzgar los objetos traídos de las Indias, depositados previamente en el Archivo General del Consejo, en Sevilla, la feroz Inquisición española las condenó a la pira incendiaria para castigar su sonrisa, ¡sinónimo de paganismo!
La sentencia fustigaba cualquier manifestación cultural que tuviera que ver con la tristeza y la risa. Consideraba a la risa como una rebelión contra el hieratismo y la solemnidad que recomendaba la filosofía patrística como precondición ?del miedo a Dios. ¡Hágame usted el favor!
Condenaron la falta de respeto de las «caritas sonrientes» a la religión católica, apostólica y obviamente romana, cuyas premisas debían asumirse no sólo como dogmas de fe, sino con la hierática resignación con que se adoptan las verdades reveladas e insondables.
Recordaban los inquisidores, al sentenciar a las «caritas sonrientes» ,las jaculatorias oscurantistas de la baja Edad Media contra los argumentos histriónicos de los grandes dramaturgos griegos y latinos y hasta de los filósofos jónicos.
Los grandes osaban hablar de los dioses con una inocultable irreverencia en sus lúcidos comentarios. Quemar las figuras totonacas, emblemas de una sabiduría milenaria que controló los hilos del poder y de la civilización de su tiempo, fue un delito de lesa majestad.
La risa indígena, veneno contra el miedo, había sido estigmatizada por los ignorantes, del mismo modo que las órdenes monásticas prohibían las comedias de Sófocles, Esquilo, Eurípides y las sátiras aristotélicas.
Tuvo que realizarse en el siglo XVI el famoso debate entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, para que este último dejara bien claro que los naturales de las Indias eran hombres, no animales.? Los españoles argumentaban en contra que «como nada sabían del valor del oro y los metales…» eran entes del averno.
Los gringos los enviaron a reservaciones áridas
En relación a la masacre norteamericana, de cinco millones de indígenas originales en lo que hoy es el territorio de Estados Unidos, para 1902 quedaban vivos cuatrocientos mil, asentados sobre medio millón de hectáreas –extensión inferior al actual Valle de México, de 700 mil has.
Los colonizadores, que venían huyendo de la intolerancia, habían sido expulsados de Europa por la persecución de la iglesia católica a los protestantes y llegaron a Plymouth en 1620 para fundar una colonia europea en la costa noreste.
A pesar de sus «buenas intenciones», las razones fueron más elocuentes: trasladar a los indios desde el río Mississippi (codiciado por los yanquis) hasta las regiones más áridas y pobres del territorio. ¡Oh, sorpresa!
Éstas se ubicaban en Kansas, Oklahoma y Colorado. Apenas se habían instalado allí, cuando se descubrió petróleo y oro en esas tierras y entonces fueron expulsados y relegados a lugares yermos de Arizona, Nuevo México y Nevada, fundamentalmente. El Tío Sam no daba una.
El perro se mordía la cola.
En las películas y novelas vaqueras sobre la conquista del Oeste, los yanquis cuentan que ellos fueron masacrados por indios apaches que les tenían mala voluntad a los héroes de caballería. La verdad histórica es «ligeramente» distinta.
El mismo Theodore Roosevelt, el dueño del «gran garrote», expresó: «Es una torpe, perversa y estúpida moral, la que prohíbe prácticas de conquista que convierten los continentes en asiento de poderosas y florecientes naciones civilizadas; el indio vaga en tierras que el blanco debe poseer para bien de la civilización «(!)
No sabemos qué hacer con nuestros indios
Nosotros no hemos sido diferentes. Después de un eterno penar, en México, los miembros de las 68 etnias que existen, se extinguen cotidianamente. Catorce están en riego de desaparición, entre ellos, los valientes Kikapúes y los lúcidos Olutecos popolocas, descendientes de Marina, la inteligente Malinche.
Las valiosas etnias indígenas mexicanas forman un macizo de 11 familias lingüísticas; 68 agrupaciones y 364 variantes idiomáticas. Lo que pudiera ser un semillero de florecimiento cultural y desarrollo regional, se está perdiendo por la discriminación y la violencia que ejercemos en su contra.
Estamos muy lejos de empezar a abordar con seriedad la cuestión del indigenismo. Se ha gastado mucho. Todo ha ido a parar al barril sin fondo de la demagogia, porque no sabemos qué hacer con ellos. Nos persiguen sus fantasmas, que son los nuestros.
El Capítulo VIII de la Constitución brasileña se dedica íntegramente a los indios. Establece que los recursos hidráulicos y minerales pertenecen a la nación, pero los localizados en las tierras de los indígenas deben darles a éstos una participación sustancial en el producto que se obtenga.
En caso de afectación de sus derechos, corresponde al Ministerio Público defender los intereses de las poblaciones indígenas ante los tribunales federales. En cuanto a educación, se garantiza que se utilizarán las lenguas maternas, actualizando los procesos adecuados. Deuda saldada, con los recursos hídricos de los antiguos guaraníes y los bosques y selvas de los amazonios.
La Constitución, como siempre, violada
Nadie duda que la cuestión de los derechos indígenas haya estado presente en nuestra historia. Así como nadie puede negar que en otros países se hayan adoptado soluciones más directas y categóricas que las mexicanas. De pena.
Ningún resultado, por lo visto, de la «primera revolución social del mundo, incluso anterior a la soviética «, como gustan pregonar los jilgueros del sistema priísta. Ella no tocó, ni con el pétalo de una rosa, estos avatares vergonzosos. Una verdadera asignatura pendiente.
Nuestro artículo 4o. Constitucional, el de la igualdad, reconoce en su primer párrafo ?la naturaleza pluricultural de la Nación «sustentada originalmente en sus pueblos indígenas» y adopta la protección y desarrollo de las lenguas nativas.
Pero no sólo eso. También jura proteger sus culturas, usos, costumbres, recursos y formas de organización social, y por otro lado, el «efectivo acceso a la jurisdicción del Estado», incluyendo la garantía de que «en los juicios agrarios se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas».
Entre letras muertas, bastonazos de ciego, lecturas entre líneas, promesas incumplidas, hipocresía institucional y agua de borrajas, navega sin destino una política indigenista «diseñada» hace unas décadas en la Constitución, pero producto? íntimo de la presión histórica. El clásico de las cortes castellanas:»Obedézcase, pero no se cumpla»
Vivimos, en el mejor de los casos, la «administración» del indigenismo. Hasta la fecha, los grupos étnicos no tienen acceso a servicios mínimos de salud, educación y asistencia social, tan sólo «por no saber lo que están expresando». Cuando reclaman un lugar en el mundo de la representación política, les va peor.
Se topan con un zafio, como el hijo de Arnaldo, el figurín del INE, al que se le cayó el sistema, a pesar del gasto de 25 mil millones de pesos anuales que se le invierte, quien se burla de una manera soez y ramplona de sus peticiones?. «Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras».