Círculo Rojo: 0 + 0 = 0

Como concepto iniciático o filosófico, el círculo rojo se remonta a épocas lejanas. En la ciencia hermenéutica lo integraban aquéllos que por capacidad mental podían decodificar todos los manuscritos y palimpsestos de la evolución.
En el budismo zen era un sinónimo de la sabiduría más profunda. Ibn Jaldun, el padre magrebí de la sociología, ubica en el círculo rojo a todos «aquéllos que pueden entender». Los masones, dirigentes de la revolución francesa, por el estilo.
En la filosofía presocrática y en el alquimismo, el símbolo del uróboro, la serpiente que se muerde la cola, formando un círculo perfecto, se ubica sobre un fondo rojo y patentiza el ciclo infinito de la vida en constante progresión.
Quizá por ello, el marxismo intelectual de vanguardia tomó al círculo rojo como escudo de combate, frente a los anarquistas desconfiados, que optaron por el color negro que, según ellos, representaba la negación de lo existente.
El «acendrado amor a la patria» del diazordacismo cortó por lo sano. Su afán exacerbado por la censura cinematográfica evitó que se exhibiera en México la película de Jean Pierre Melville, Le Circle Rouge, de 1970.
Obviamente, no por sus contenidos filosóficos o iniciáticos, que el régimen prohibiera hacerla del conocimiento público, sino porque develaba una realidad que a partir de esa época obtuvo su carta de naturalización entre nosotros.
La cinta, estelarizada por figurones de la época retrataba la operación de las mafias europeas que, para esos momentos, ya habían pactado al mayor nivel de mando para arrasar, del brazo de policías, militares y políticos, con la tranquilidad pública.
La oposición decidida de altos jefes militares «legitimados» por Tlatelolco y previo al «halconazo» de San Cosme?, consiguió que los fanáticos del cine gore nos quedáramos con las ganas de ver una película de la nouvelle vague y sacar algunas conjeturas, puras especulaciones, ¿sabe usted?
Melville, que ya había dirigido a Belmondo en Hasta el último aliento, que retrataba persecuciones policíacas en pleno Champs-Élysées, hace hablar a Alain Delon al empezar la filmación:»Cuando los hombres se reúnan, vengan de donde vengan, se encontrarán en el círculo rojo».
Fue hasta el 2007, durante la campaña de Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina, que Mauricio Macri, alcalde de Buenos Aires, revivió, en una entrevista al diario porteño Perfil?, el concepto. Causó conmoción, por el mensaje que en el fondo ridiculizaba a la clase política.
Macri se refería al «círculo rojo, como microclima de la política… unos 300 mil que estemos politizados… un día estamos a favor y el otro en contra del gobierno, depende..los políticos no hablan de política, los periodistas sí… son los que están enterados…».
Lo que es un hecho es que, para pertenecer al círculo rojo, «ese fetiche preferido de los lunáticos del absurdo y la pérdida de tiempo», según la atinada expresión del filósofo argentino Ramón D. Peralta, hay que ser del selecto club de los que no se levantan por la necesidad de trabajar; los demás estamos en el «círculo verde», porque somos los que no tenemos nada qué ver y padecemos de sus designios y caprichos.
Rulfo y Chumacero: otros
tiempos, otras costumbres
En el sistema político mexicano de medio siglo para acá, el círculo rojo estuvo reservado a la pluma de los «intelecuales», casi todos habitantes de Coyoacán. Los presidentes priístas, sabiéndolos caballeros exquisitos y puristas del idioma, les encargaban sus discursos cruciales.
Ruiz Cortines elevó a categoría estatal los servicios de las plumas que, junto con Alí Chumacero y Juan Rulfo, se encargaban de traducir y editar las obras que financiaba a través del Fondo de Cultura Económica. El encanto se acabó con «Los hijos de Sánchez «, publicado por Arnaldo Orfila. Díaz Ordaz despidió al gran argentino.
Casi todos los informes de gobierno del diazordacismo pasaron por las armas de Salvador Novo, el súper-asesor, a la vez que Cronista de la Ciudad. Al mismo tiempo, el divo se hacía rodear de jóvenes lúcidos y ansiosos por participar en política, a quienes invitaba a «?garrapatear» los documentos.
Igual, los escritos y expedientes que contenían memorias o posiciones importantes del gobierno, a nivel nacional e internacional, no podían salir a prensa, si no llevaban el imprimatur de los intelectuales de Coyoacán.
Se habla incluso de que para tener contentos a aquéllos que se resistían a aprobar los documentos oficiales, a alguien se le ocurrió la feliz idea de proporcionarles credenciales de acceso oficial a los campos militares, para platicar con los jóvenes aguiluchos. En ese grupo se encontraban Carlos Pellicer, Rafael Solana, Novo y un periodista yucateco que llegó a gobernador de su entidad.
Los secretarios de Educación Pública del priismo fueron siempre los encargados de ser los interlocutores del Presidente con los diferentes círculos rojos. Torres Bodet y Agustín Yáñez demostraron con amplitud su enorme capacidad de convocatoria para reclutar jóvenes ansiosos de hacer méritos.
Víctor Bravo Ahúja ya no pudo hacerlo, aunque hubiera querido de mil amores, porque se le atravesó un brillante joven universitario, acercado por Moya Palencia a Echeverría, Porfirio Muñoz Ledo.? Éste, con el buen manejo del juguetito, terminó siendo «presidenciable».
Obsesionados por ser los cerebros tras el trono
Aunque Porfirio había hecho algunos pinitos a las órdenes de Donato Miranda Fonseca, secretario de la Presidencia en el lópezmateismo, y antes con Ignacio Morones Prieto en el IMSS, fue con Luis Echeverría donde demostró todos sus talentos en ese apartado. Sabía que si le llevaba al Presidente intelectuales que pontificaran con la «c» y la «z» y un poco de francés, el hombre quedaba más que aturdido. Fue el caso, por ejemplo, de Restituto Enrique Ruiz García, a quien se conoce por sus alias, Hernando Pacheco, antes; Juan María Alponte, en la actualidad.
Porfirio armó un círculo rojo amplísimo, que abarcaba desde historiadores de prestigio hasta jóvenes estudiantes de El Colegio de México, que por primera vez obtenían la ansiada oportunidad de estar cerca del afrodisíaco poder, según lo aconsejaba Lewis A. Coser en Hombres de ideas.
La obsesión por ser la eminencia gris detrás del trono se les aparecía revestida de muchas formas, como sacerdotes y confesores que dominan el alma y el oído del supremo, o como consejeros personales, miembros del kitchen cabinet de la Casa Blanca. Lo traían muy metido en la sesera. Henry Kissinger era el ícono.
De los discípulos del ColMex hubo algunos muy avezados, como esos voraces «intelecuales» descendientes de judíos que empezaron cargando los portafolios y acabaron arrasando los peculios y agenciándose las obras culturales de sus protectores Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz. Aprendieron demasiado.
La llegada de Miguel de la Madrid significó, simple y sencillamente, la eclosión del círculo rojo muy cerca de la respiración del poder. Los favoritos del salinismo llenaron todos los espacios de pensamiento, para imponer el suyo: el editorial, la televisión, el cine, la prensa, los nuevos periódicos, los comentarios, los discursos oficiales, los conceptos.
Nacieron así los «intelecuales orgánicos», alrededor de la revista Nexos y Letras Libres, de los foros de Televisa y de las editoriales favorecidas por el régimen. Océano, Planeta, Cal y Arena, Random House, dejaron algunos testimonios de obras insufribles, pero significativas para el régimen.