El París es el más célebre de los cafés mexicanos del siglo XX. Don Ricardo Cortés Tamayo cuenta que fue abierto en Gante 9, en diciembre de 1934. Con él coinciden Manuel González Calzada, quien escribió el libro Café París Express y José Antonio Ruiz Acosta, autor de un trabajo inédito titulado Café negro. Este dijo que el París “tuvo su nacimiento en la calle de Gante, maduró en la avenida Cinco de Mayo y declinó” en ese domicilio, donde le cubría las espaldas a la cantina La Opera, en Cinco de Mayo y Filomeno Mata, de donde fue echado a fines de 1993 por un juicio de desahucio.
En el porfiriato hubo otro Café París, en la acera norte de Plateros, a unos pasos de la Concordia. Federico Gam-boa narra que cuando trabajaba en el Diario del Hogar cenaba semanalmente en ese lugar con su “primera querida”, en tanto que otro escritor, Alfonso de Icaza, en su libro «Así era aquello», recuerda que a ese Café París solía ir a merendar con familiares y amigos y que el dueño y fundador del establecimiento fue el francés Teófilo Maillet. Si no hubo parentesco entre uno y otro negocio, quede constancia del antecedente.
Lo indudable es que el París legendario es el fundado a fines de 1934. Hasta donde sabemos, sus dos primeras décadas fueron los años dorados del célebre bebedero. Y ésa, su época memorable, la pasó en Gante, adonde llegaban personajes desco- dllantes desde entonces o que cobrarían relevancia en los años siguientes, como Joaquín y Carlos Zapata Vela, Braulio Maldonado y Amado Treviño, José Mancisidor, José Muñoz Cota, Ramón G. Bonfil y el líder sindical cubano Sandalio Junco, quien terminó asesinado en las calles de La Habana.
En la maraña de anécdotas y personajes del París aparecen Rosario, una mesera que mereció el galanteo de los parroquianos; Felipe, garrotero del café que también la hacía de bolero; Genarito, un cafetero italiano que fue deportado por venganza de algún influyente; y Madame Hélène Maestri, una corpulenta marsellesa a la que se atribuye la fundación del París y a quien el citado Ruiz Acosta describe como una mujer “cuyos ojos recordaban los de Atenea Promakos, por el color verde de los mismos, lo bovino y, al mismo tiempo, lo fulgurantes”.
Entre los primeros clientes estuvieron Los Barandales, grupo formado por el director y los colaboradores de la revista Barandal, quienes no eran otros que Octavio Paz, Manuel Moreno Sánchez, Salvador Toscano, Rafael López Malo, Enrique Ramírez y Ramírez y José Alvarado, varios de los cuales hicieron también los Cuadernos del Valle de México. Con ellos podía verse a Efraín Huerta y a Rafael Solana, quien era de los pocos asiduos que mantenían buenas relaciones con todo el mundo. Sobre las mesas del París, Paz haría también los números que le tocó dirigir de Taller y El Hijo Pródigo, revista fundada por Octavio G. Barreda, quien a su vez instaló ahí la redacción de Letras de México, otra publicación debida a su iniciativa y su dinero. Paz cuenta que entre 1940 y 43 ahí se reunía con Rodolfo Usigli y desde antes con Luis Cardoza y Aragón:
“Lo conocí hacia 1936 o 1937. ¿Fue en la redacción de El Nacional, con Efraín Huerta? ¿O fue en el Café París en la mesa que frecuentaban, entre otros, Juan Soriano, María Izquierdo y Lola Álvarez Bravo, por la que a veces Luis se presentaba en busca de su amiga Lya Kostakowsky, con la que después se casaría?.
Pronto fuimos amigos; nuestras coincidencias fueron espontáneas y profundas. Nos unía el amor a la poesía y al arte modernos, una pasión que en aquellos años era todavía un combate y una apuesta, no un juicio sin riesgo como ahora”.
Octavio G. Barreda cuenta que al regresar de Nueva York, en 1935, sus “viejos amigos se hallaban dispersos y muy desalentados y demasiado escépticos en lo que se refería a la posibilidad de formar y publicar con éxito una revista como la que yo proponía insistentemente en el Café París, ubicado entonces en la calle de Gante, donde se reunían casi a diario Samuel Ramos, José Go-rostiza, Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia y otros”.
Andrés Henestrosa escribió que “aquel hombre de ocurrencias geniales que fue Octavio G. Barreda propuso una vez, entre burlas y veras, entre serio y guasón, una cuarentena o moratoria bibliográfica: diez años de suspensión de toda actividad editorial, para que los pobres lectores pudieran ponerse más o menos al día. Sus contertulios celebraron la ocurrencia con risas y la tomaron sólo como eso: ocurrencia. Pero había en la proposición de Barreda mucho de sano juicio, de cordura. Porque, dígame, lector —agregaba Andrés—, ¿o es una angustia, un motivo de auto-rreproche, no estar al día, dejar un libro sin leer, o por lo menos de asomarse a sus entrañas? Un ser inferior, un cavernario o cavernícola nos parece aquel que en una charla de café, en la tertulia.
, confiesa que no ha leído éste o aquél libro, que no conoce ni de nombre a éste o a ese autor. Y nosotros mismos: ¿no padecemos cuando no podemos opinar sobre el último grito literario?”. Henestrosa señalaba que “así como sudan las prensas”, el pobre lector “sufre y se acongoja ante el alud bibliográfico”. De ahí que se preguntara: “¿Y si Octavio G. Barreda tuviera razón?”
En otro corro, Arturo Arnáiz y Freg se ahogaba en el humo y las preguntas que no cesaba de arrojarle a la cara un joven implacable llamado Jesús Reyes Heroles. A veces, con ellos, departían los mozalbetes José López Portillo y Luis Echeverría, de quien se dice que llegó a publicar un texto en Tiras de Colores, hojas literarias que financiaba Álvaro Gálvez y Fuentes y editaban en el mismo café Clemente Soto Álvarez y Arturo Adame Rodríguez.
Durante buena parte de sus años, el París fue albergue de los perseguidos por el fascismo europeo. Tal era el caso de los germanoparlantes, como el suizo Hannes Meyer, exdirector de la Bauhaus, el checo Egon Erwin Kish, cuyo coronel Redl pasó del papel al celuloide, el director de orquesta austriaco Ernst Roemer o la alemana Anna Seghers, la ahora olvidada autora de La séptima cruz, novela que en Hollywood se convirtió en una importante película de propaganda antinazi que fue el primer filme de Gregory Peck. Otros alemanes eran la física Marietta Blau, asistente de Albert Einstein que de aquí partió a Álamo Gordo para unirse al proyecto Manhattan; el benemérito Alfons Goldshmidt y Ludwig Renn, quien en la guerra civil española fuera comandante del Batallón Thaelmann, de alemanes antifascistas, y jefe de la segunda Brigada Internacional. Con esos y otros personajes se reunía Ralph Roeder en sus breves visitas a México, en los años en que coordinaba la ayuda para las víctimas de Hitler.
Traídos también por la persecución política, los republicanos españoles algunas veces se reunían en tertulia aparte, pero generalmente compartían el rato con mexicanos o quien anduviera por el café. León Felipe fue una especie de patriarca a cuya mesa se sentaban sus paisanos, lo mismo que mexicanos y mexicanas como las hermanas Elvia y Estela Ruiz, La Tehuana de los viejos billetes de diez pesos.
Los Contemporáneos formaban una peña en la que solía verse a Salvador Novo, Celestino Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Elías Nandino y diversos amigos del llamado “grupo sin grupo”, como los jovencísimos Alí Chumacero, Jorge González Durán o José Luis Martínez, quien llamó al París “Ateneo de todas las ideas”. Con ellos se sentaron personajes del surrealismo entre los que se contaron André Breton, César Moro, Remedios Varo, Benjamín Peret y Antonin Artaud al volver de sus viajes y a veces cuando aún no regresaba, pues es sabido que los efectos del peyote pueden prolongarse.
Sentado cerca de la puerta, “como un enorme dios Baco coronado de pámpanos”, Silvestre Revueltas —dice Ruiz Acosta— “rumiaba la melodía de su próxima composición”. En otra parte se sentaban los científicos, como Carlos Graef Fernández o Alberto Barajas. Tenían su mesa los periodistas Carlos Septién García y Luis Vega y Monroy, ambos del Partido Acción Nacional, por lo que cuando alguien se sentaba con ellos se decía que tomaba café con PAN. Por ahí circulaba Rafael Bernal, el autor de la novela El complot mongol, quien al encapuchar la estatua de Juárez, en el Hemiciclo, hizo perder su registro electoral a Fuerza Nueva, el partido creado por los sinarquistas.
Baltazar Dromundo, que tenía una pierna más corta que la otra, se paraba en la puerta a contemplar bellezas naturales a las que solía echar piropos. “¡Guapa!”, le susurró a una que pasaba. Ella, incomprensiblemente irritada, contestó con un ofensivo “¡Cojo!”, a lo que respondió el aludido con sonrisa pícara: “¿Sí? Entonces deme su teléfono”.
Los grandes pintores sorbieron exprés o americano en el París. Diego, Orozco y Siqueiros, Tamayo y María Izquierdo, Fernando Leal y Carlos Orozco Romero. Ahí asistían escultores como Ignacio Asúnsolo y Juan Olaguíbel, Carlos Bracho y el colombiano Rodrigo Arenas Betancourt, el mismo que hizo el Prometeo de la Ciudad Universitaria. Entre los grabadores no faltaban Leopoldo Méndez, José Julio Rodríguez, Jesús Álvarez Amaya y Abelardo Ávila, quien solía trabajar sus maderas sobre las mesas del París. Con los artistas plásticos aparecía, por derecho propio, el caricaturista centroamericano Tuno Alvarenga.
Aparte se juntaban los políticos de izquierda. Andaban por allí Manuel Marcué Pardiñas y el doctor Jorge Carrión. De su mesa, cierto día, se levantó un personaje marcado por el drama: el colombiano Jorge Eliécer Gaitán, quien salió del café para su tierra, donde fue victimado en 1948, hecho que provocó la insurrección popular conocida como El Bogotazo. Víctor Serge, en ocasiones con su hijo Vlady, entraba en busca de Aura Rostand, diva de los parisinos, quien no era otra que María de la Selva, la activa “súper mujer” que dijera el crítico de arte Antonio Rodríguez.
Con Ricardo Guerra y Emilio Uranga se sentaban otros miembros del grupo Hiperión. Arrimaban sus sillas el escritor Ricardo Garibay, el economista Juan F. Noyola y su pariente Luis Noyola Vázquez, el autor de Las fuentes de Fuensanta, el primer trabajo importante sobre la obra de Ramón López Velarde. Este Noyola, de larga carrera académica, se mudó después al Café Río, un pequeño local situado en Donceles, a una cuadra de la preparatoria de San Ildefonso, el que llegó hasta el nuevo milenio en funciones, con muy buen brebaje, y hasta los años cincuenta con abundante asistencia de profesores universitarios y después varios moneros, pues enfrente está el Museo de la Caricatura.
En diferentes momentos, el sexo femenino estuvo bien representado en el París por musas y creadoras como Laura Palavicini, Enriqueta de Parodi, Carmen Guillén, Lola Álvarez Bravo, Otilia y Esperanza Zambrano; Magdalena Mondragón, Lupe Marín, Rebeca Uribe, Adelina Zendejas, Adela Palacios, Carmen Silva, Blanca Cortés, fundadora de los “cafés literarios”, y Aurora Reyes, La Cachorra, quien en 1953 inauguró con un poemario suyo, Humanos paisajes, las Ediciones Amigos del Café París, en las que también aparecieron La nube estéril, de Antonio Rodríguez, con ilustraciones de Fernando Castro Pacheco, y un volumen con textos y grabados de José Julio Rodríguez, prologado por Antonio Castro Leal.
Uno de los principales corrillos lo integraban Ermilo Abreu Gómez, Andrés Henestrosa, Gerónimo Baqueiro Fóster y Daniel El Vate Castañeda, quien se aislaba por horas a pergeñar versos. Junto a ellos se sentaban a veces José Revueltas, Oscar Castañeda Batres, Eugenio Méndez Docurro, el matemático Noé Barra Senil o Juan Gómez, El Mexicano, quien combatió en España por la República.
En el París se dieron cita comunistas como Paul Eluard y Pablo Neruda junto a empresarios como José Manuel Corro Viña, fascistas de esos días como Rubén Salazar Mallén, sacerdotes como el Padre Cordero —sólo él era padre, los demás eran curas, dice Manuel González Calzada— y aun arzobispos como don José María Martínez, quien permanecía agarrado a su enorme habano cuando Diego Rivera le exponía las mejores recetas aztecas para cocinar niños, ante la risa contenida de Frida Kahlo y los azules ojos desorbitados de Fanny Rabinóvich, una jovencita polaca de imponente cabellera quien poco después reduciría su apellido a Rabel.
Personajes infaltables en la tertulia eran León de la Selva, hermano de Rogerio, secretario particular del presidente Miguel Alemán. Sobre el primero y su nombre se hicieron todas las bromas. Por ejemplo, si alguien al llegar preguntaba por él, le respondían: “Está echado abajo de alguna mesa”. Otro que no dejaba de asistir era el EPIgramista Epigmenio Guzmán, hombre dicharachero y bromista con más de 100 kilos, pistola al cinto y sin una oreja que, aseguraba, le habían cortado los cristeros cuando era maestro rural. Alguna vez le preguntaron: “Oye, Epigmenio, ¿cómo se dice, abigeo o abígeo?” A lo que respondió: “No sé, a mí me han dicho de los dos modos”. De cualquier manera debió ser temible, pues él mismo o un homónimo, alcalde de Veracruz, fue acusado de asesinar en Villa Cardel, en 1929, a Antonio Celis y al año siguiente a la esposa de éste.
Igualmente indispensable era César El Tlacuache Garizurieta, de quien narra González Calzada que en diciembre de 1946, cuando se iniciaba el sexenio de Alemán, quien antes había sido gobernador de Veracruz, lo llamó Héctor Pérez Martínez para ofrecerle la oficialía mayor de Gobernación. Gari, como le decían sus íntimos, elogió el libro que había escrito el ministro sobre la piratería en Campeche y le sugirió hacer un trabajo que tratara sobre la actividad de los corsarios en todo el golfo. “Sobre ese asunto investigo desde hace más de dos años —repuso Pérez Martínez—. Me he detenido un poco al no haber encontrado aún el nombre de un pirata holandés que saqueó Veracruz”. El Tlacuache precisó: “No fue holandés, fue Alemán”. Ahí se acabó la conversación y la posibilidad de ser oficial mayor.
Capitaneado por Abelardo Ávila, en el centro de todas las bromas estuvo siempre el grupo de Los Pavorosos, temible cofradía que mantenía en vilo a toda la parroquia. Abelardo, a quien invariablemente acompañaba Celia Bustamante, su esposa, alguna vez le dio una fuerte dosis de codeína al infaltable orador José Muñoz Cota, lo que le impidió a éste articular palabra cuando debía pronunciar el discurso de rigor en solemne ocasión. Al ser destapado Miguel Alemán como candidato para las elecciones presidenciales de 1946, Los Pavorosos se constituyeron en partido bufo para apoyar la candidatura de su distinguido militante Pedro Rendón, quien encaramado sobre aquellas mesas prometió que, si el voto popular lo favorecía, resolvería el problema del hambre mediante la construcción de un “atoleducto”.
Dice la leyenda que el propio Alemán visitó alguna vez el París para conocer a Pedrito Rendón, el de la candidatura chocarrera que como es de suponerse acabó en fracaso, como muchas otras cosas que hizo este bardo callejero, autor de un mural en el mercado Abelardo L. Rodríguez. Pedrito, llamado por Carlos Monsiváis el “Bohemio oficial de México”, deambuló durante décadas por cafés y cantinas del centro. Pintor, poeta, quiromántico y cartomanciano, Rendón solía leer los asientos del café o la mano de los concurrentes al París. Amigos y otros parroquianos recibían una tarjeta en la que anunciaba sus virtudes y proponía sus servicios a la vez que intentaba vender, a quien se dejara, los poemas que escribía en unas hojas orladas por él mismo. Inspirador del poeta Avelino Pilongano que lanzara a la fama don Gabriel Vargas en su Familia Burrón, Pedro Rendón acabó sus días solo, en un cuarto de paupérrima vecindad de las calles de Perú.
En la segunda mitad de los 50 empezó la larga declinación del Café París. Algunos tertulianos emigraron al Sanborns de Madero, al Tupinamba o al entonces flamante Habana. Ahí conocieron gente y formaron nuevas peñas. Eran otros años y otras caras. El café, en su domicilio de Cinco de Mayo y Filomeno Mata, frente al Club de Periodistas, en los 60 y 70 tuvo todavía una clientela formada por gente de prensa y durante las ferias del libro del Palacio de Minería se atiborraba de gente de pluma. El bebedero, tan lleno de historia, al comenzar 1994 amaneció con otro nombre. Sin embargo, muchos años antes, al crecer la ciudad y transformarse el centro, el viejo París había dejado de existir para transformase en una leyenda que Octavio Paz evocaría con nostalgia:
“Salíamos del Café París a la ya desde entonces inhospitalaria Ciudad de México con una especie de taquicardia, no sé si por el exceso de cafeína o por la angustia que todos, en mayor o menor grado, padecíamos. A veces, con Moreno Villa y León Felipe o con Barreda, Xavier y José Luis Martínez —recién llegado de Guadalajara— paseábamos por la ciudad. Mientras Barreda anunciaba la muerte inminente de la literatura, Xavier imperturbable continuaba hablando de los poemas franceses de Rilke o, ante la cólera de León Felipe, de Whitman como poeta para boy scouts. Anochecía, los amigos se dispersaban y todas aquellas palabras inteligentes, apasionadas o irónicas se volvían un poco de aire disipado al doblar una esquina. Yo sentía que caminaba entre ruinas y que los transeúntes eran fantasmas…”