La aprobación de la minuta para reformar diversos artículos de la Constitución federal, que hizo la semana pasada la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, dando lugar a la creación de un Sistema Nacional Anticorrupción, debe ser tenida como un logro significativo y un avance en la atención de los intereses públicos y sociales.
La reforma, que está comenzando a ser conocida como la Reforma de la Cuatro Patas ––gracias al comentario del diputado Manlio Fabio Beltrones y al lúcido análisis que Carlos F. Matute está haciendo de la misma en las páginas de La Crónica de Hoy––, plantea, no obstante, algunas limitantes que es necesario abordar, aunque sea de forma sucinta.
Aunque la iniciativa atiende y substancia el propósito, compartido por todas las fuerzas políticas, de establecer nuevas bases para el combate efectivo de la corrupción en México, lo planteado en las modificaciones a la Constitución Política se centra excesivamente en un enfoque punitivo de los actos de corrupción.
La lógica general de funcionamiento del Sistema Nacional Anticorrupción que se crea es fundamentalmente punitiva y centrada en el uso de instrumentos de control y auditoría. Esto se evidencia en el poco peso que reciben las funciones de control preventivo y de diagnóstico general de la corrupción, como fenómeno cotidiano y constante de la gestión pública a nivel federal, estatal y municipal.
Con ello, se podría estar repitiendo el error de reformas similares del pasado, en términos de ofrecer posible sanción y castigo a los actos de corrupción que sean detectados y que lleguen a ser perseguidos, dejando fuera el gran universo de actos, esquemas corruptos y prácticas consuetudinarias que nunca llegan a ser denunciadas.
En otro sentido, la minuta presta poca atención al uso de las diversas herramientas y enfoques, que se han desarrollado internacionalmente, en materia de prevención efectiva de las causas de corrupción y de corrección de los procesos de la gestión pública afectados por actos de esta naturaleza. Basta evidenciar lo poco que la iniciativa considera las tres convenciones internacionales vigentes (ONU, OEA y OCDE) y que México ha suscrito y ratificado en el pasado reciente.
Como ocurre con otros sistemas ya instituidos en México, la iniciativa del Sistema Nacional Anticorrupción no desarrolla adecuadamente dos cuestiones centrales para el éxito y aceptación política y social de las reformas: la participación ciudadana y la función y responsabilidades de los gobiernos municipales. En el caso de la participación social, se limita a la selección de cinco expertos y no ciudadanos, como parte de un comité que, previsiblemente, sólo tendrá capacidades de recomendación y no de definición de los alcances y operación del sistema.
En el caso de los gobiernos municipales, la reforma es omisa en cuanto al reconocimiento del hecho, de que la mayor parte de los actos de corrupción ocurren a este nivel, y les niega cualquier posibilidad para proponer innovaciones, compartir experiencias y desarrollar los esquemas más idóneos de vinculación y participación efectiva de la sociedad civil organizada.
La iniciativa es bienvenida, pero debe ser considerada incompleta por no dar el peso adecuado a los factores de prevención, corrección, mejora de la gestión y participación de la sociedad que muestran los mejores modelos de combate a la corrupción que existen en otros países y regiones.
No podemos olvidar que lo que la sociedad mexicana está demandando no es solamente que los corruptos vayan a la cárcel. Lo que desea es que ya no sea tan sencillo e impune cometer actos de corrupción que dañan la buena marcha de los asuntos públicos y la vigencia del estado de derecho.
La SFP: ¿conflicto de intereses
o de competencias?
Como era de esperarse, las medidas anunciadas por el presidente Peña Nieto, el pasado 3 de febrero, para implementar el conflicto de intereses en la administración pública federal, fueron duramente cuestionadas por los principales líderes de opinión en materia de transparencia y rendición de cuentas.
Varias razones explican este rechazo. El anuncio presidencial ocurre en un momento en el que se esperaba que fuera más bien el Congreso de la Unión la instancia que diera un paso firme para combatir el grave problema de corrupción que afecta todos los niveles de gobierno. Lo planteado por el presidente Peña Nieto desplaza al Poder Legislativo de la conducción de la reforma y altera a fondo el contenido de la misma.
Ahora bien, del cúmulo de críticas hechas a la decisión presidencial, algunas de ellas objetivamente planteadas y otras muchas producto únicamente de ejercicios biliares, dos son las que me parecen más valiosas y trascendentes.
La primera de ellas es el verdadero alcance que tendrán las medidas de registro y tratamiento de los potenciales conflictos de interés. Si bien lo anunciado se ajusta adecuadamente a las prácticas internacionales más reconocidas, ello no anula el hecho de que el marco legal mexicano carece de referencias claras y explícitas.
Está además la falta de contexto y entendimiento de la figura del conflicto de intereses, pues en México la cultura política y las tradiciones administrativas se han basado históricamente en la comunidad y coincidencia de propósitos e intereses. El segundo argumento relevante tiene que ver con el papel que el nuevo secretario de la función pública podrá desempeñar. Y en este punto me parecen muy lamentables todas aquellas opiniones que desacreditan de entrada el asunto.
Más allá de considerar si Virgilio Andrade está limitado por sus vínculos personales para llevar adelante la encomienda que recibió –lo cual encuentro absurdo–, la cuestión aquí es entender que lo que en realidad está en juego es la funcionalidad de la dependencia y la flexibilidad de las estructuras del gobierno federal para someterse a un ajuste ético. No puede negarse que la reactivación de la SFP rompe la tendencia que se venía perfilando en torno a la reforma anti-corrupción. Pero ello no tendría por qué anularla o siquiera ponerla en entredicho.
El nuevo escenario es que se tendrá que promover la reforma teniendo como un nuevo actor al secretario de la Función Pública y a las facultades que la legislación le otorga.
Esto podría implicar que lo que se concrete finalmente como la reforma anti-corrupción será una combinación de dos procesos de trabajo. De un lado, el Poder Legislativo debe concentrarse en definir un sistema que dé soporte adecuado a la creación de instancias estatales y municipales que sean capaces de diagnosticar, prevenir y corregir la corrupción.
Esto requiere de un elevado compromiso político que evite la recentralización de funciones y asegure un apropiado equilibrio de facultades a lo largo de toda la estructura gubernamental, reconociendo capacidades, especificidades regionales y voluntades políticas.
Por otro lado, la SFP podría contribuir significativamente al desarrollo de los instrumentos técnicos necesarios para hacer efectivas las funciones de prevención y corrección de los actos de corrupción, yendo más allá del enfoque tradicional de control y auditoría que tanto dañó y limitó la proyección de esta dependencia en el pasado.
Como puede verse, en realidad en el futuro de la SFP no está inextricablemente vinculado a un mero ejercicio de simulación. No es una cuestión de conflicto de intereses. Es más bien una oportunidad para ejercer funciones administrativas que aún ofrecen beneficios sociales e institucionales.