Preside Cabrero oficios de Miércoles de Ceniza

A cuentagotas fueron los feligreses accediendo a los templos para participar en la ceremonia de imposición de la ceniza, por la que se recuerda la temporalidad y fragilidad de la vida y, asimismo, el origen y destino de los hombres.
En la Catedral Metropolitana, el Arzobispo Jesús Carlos Cabrero encabezó la ceremonia imponiendo en la frente de los sacerdotes, monaguillos y feligreses una cruz de ceniza, pidiendo la humildad de la conducta y, asimismo, la interiorización para participar convencidamente en la Cuaresma que ayer inició.
La eucaristía llamó a los feligreses al ayuno y la abstinencia, pero de manera muy especial a la transfiguración que entraña el abandonar el egoísmo y la indiferencia para construir la fraternidad y apoyar a quienes, en la sociedad y entre los individuos, son sujetos de la marginación, de la injusticia, la desigualdad y el olvido.
—Acuérdate: Eres polvo y al polvo volverás –fue la fórmula para la imposición de la ceniza.
Poco a poco, debido a que fue este un día de trabajo y de estudio, fueron ingresando a los templos los feligreses; las religiosas, prestas al auxilio de los presbíteros, procedieron, con una urna en la mano, a la imposición de la ceniza.
Con este ritual inicia la cuaresma, los días de ayuno y abstinencia; las cenizas son producto de la quema de los ramos bendecidos el Domingo de Ramos del año anterior. Simbolizan la caducidad de la vida y son un signo de humildad y de arrepentimiento.
En Roma, paralelamente, el Pontífice Francisco recordó el pasaje del profeta Joel en el que da cuenta de cómo, tras de una plaga de langostas que se abatió sobre el pueblo de Judea, la población se arrepintió y convirtió, recibiendo entonces el auxilio de Dios, tras la oración sincera.
La Iglesia recordó el pasaje de Mateo, cuando este refiere la importancia de cumplir con la triada de leyes de Moisés: la limosna (la caridad), la oración (la fe) y el ayuno (la convicción).
En San Luis el arzobispo Jesús Carlos Cabrero, enfatizó sobre la importancia de no caer en el mero formulismo de la imposición de ceniza y en la imperiosa necesidad de, a partir del reconocimiento de nuestra fragilidad, caigamos en cuenta de que, ante los ojos de Dios, todos somos iguales, ya que a sus ojos todo lo que nosotros percibimos como diferencia, no existe y carece de importancia.