Las elecciones y el eterno sospechosismo

Una de las cosas que más llama la atención en el extranjero acerca del proceso electoral mexicano es la gran cantidad de candados de todo tipo para garantizar la equidad de la elección y que, a pesar de ellos, siempre hay una cantidad importante de impugnaciones, algunas de las cuales calan en la opinión pública nacional.
Lo estamos viendo ya en el proceso que se avecina. Desde la obligación de los proveedores de elementos de campaña de los partidos para registrarse en el INE hasta los procesos de insaculación de los funcionarios de casilla. Se trata de un sistema que, elección con elección, se hace más complejo y más caro. Todo, por la necesidad de convencer a los participantes de la transparencia de los resultados. Pero siempre hay inconvencibles.
Esta situación paradójica está ligada estrechamente a nuestra historia. Tuvimos muchos años con elecciones organizadas desde el poder político y tenemos una larga experiencia con perdedores que, aún contra toda evidencia, se niegan a aceptar los resultados.
Hubo una elección que resultó ser un parteaguas de la vida democrática nacional, porque fue la primera realmente polémica. De ella nacieron, por un lado, un proceso acumulativo de reformas que fue haciendo más estricto, transparente y equitativo nuestro sistema electoral y, por el otro, la tradición, pocas veces rota, de rebelarse ante la derrota, ya sea con patadas de ahogado o con otra cosa.
Me refiero a la elección presidencial de 1988, que enfrentó, como candidatos principales, a Carlos Salinas de Gortari, del PRI, y a Cuauhtémoc Cárdenas, del Frente Democrático Nacional.
Como se sabe, en esas elecciones, cuya organización estaba a cargo de la Comisión Federal Electoral, dependiente de la secretaría de Gobernación (encabezada por Manuel Bartlett, hoy senador por el PT, otra paradoja), el flujo de datos durante las primeras horas se detuvo. Se cayó o se calló el sistema. En el ínterin, la ventaja inicial de Cárdenas se revirtió y los resultados posteriores dieron la victoria a Salinas de Gortari.
Ante la inexistencia de información completa y oportuna, el escepticismo y la sospecha cundieron en la sociedad. Cárdenas proclamó haber ganado, pero nunca pudo demostrarlo. La Cámara de Diputados, convertida en Colegio Electoral, calificó las elecciones y dio la victoria al candidato priista, con el 50.4 por ciento de los votos, y otorgó a Cárdenas el 31.1por ciento.
Hubimos quienes, convencidos de que los datos eran erróneos, nos dimos a la tarea de escudriñarlos, para intentar reconstruir lo que había sucedido. En mi caso, primero, con las casi 30 mil casillas que dio a conocer la Comisión Federal Electoral; años después, con una base de datos que tenía los resultados de todas las casillas.
Con el primer paquete, incompleto, llegué de inmediato a varias conclusiones: que la votación para el PRI había sido inflada, que una de cada seis casillas contenía resultados inverosímiles y que había una correlación positiva entre casillas sospechosas y el índice de marginación de Coplamar: es decir, que el grueso del problema estaba en las zonas más pobres del país.
También hice un primer ejercicio de desmaquillaje electoral, con muestras en las que sustituí cada casilla sospechosa con la casilla más cercana que tuviera resultados creíbles. En todos los casos, el porcentaje de Salinas disminuía y el de Cárdenas aumentaba. Pero en ninguno de ellos, el movimiento era suficiente como para cambiar el ganador.
Años más tarde, con los datos de todas las casillas, realicé un análisis exhaustivo con la intención de aproximarse al comportamiento real de los electores que sufragaron en 1988. Para ello, en unos casos eliminé las casillas dignas de sospecha, en otros las sustituí y en unos más utilicé otros procedimientos estadísticos. En todas, con márgenes mayores o menores, resultaba que Salinas de Gortari había ganado la elección, si bien por un margen mucho menor al oficial y con menos del 50 por ciento de los votos válidos.
Creo que, en términos generales, ese terminó por ser el consenso mayoritario respecto a aquellos comicios: Salinas ganó, pero su votación fue inflada.
Hay, por supuesto, quienes se resisten a creerlo, al menos públicamente, empezando por el propio Ingeniero Cárdenas, quien no aceptó los resultados y dio inicio a acciones de resistencia que se repiten en otros momentos y circunstancias. Su principal alegato fue un libro escrito con el matemático José Barberán, que también demostraba, por muchas vías, la distorsión de los resultados, pero que basaba la hipótesis de la victoria cardenista en una idea bastante absurda: que la distribución de la votación por casillas debe ser como la de una curva de Gauss, como si donde votamos resultara de un sorteo entre todos los mexicanos y como si el país fuera cultural y socialmente homogéneo.
Otro que años más tarde insistió en el tema fue Jorge G. Castañeda, con un alegato contra mis cálculos, acompañado de otro de carácter político y aderezado con una trama novelesca que no se sostiene.
Castañeda da a entender que nada más hice la mitad de la tarea (limpiar el área “sucia” de la elección) y que también hay que limpiar la zona competida. A partir de ahí, a ojo de buen cubero, suma cinco puntos de un lado, los quita del otro y, mágicamente, da la victoria a Cárdenas. Es factible que haya algunas casillas de la zona competida con irregularidades (por ejemplo, la firma falsificada de un representante de la oposición). Pero es igualmente factible que haya casillas de la zona no competida, que yo eliminé o sustituí, en las que efectivamente el candidato del PRI haya obtenido más del 80 por ciento de los votos (por razones clientelares, de tradición política o lo que usted quiera). Lo que no puede hacerse es sacar de la manga un promedio de 50 votos espurios por casilla.
Lanza Castañeda también un alegato sobre la necesidad que tenía el PRI de obtener más del 50 por ciento de los votos, para que la calificación de la elección fuera tranquila. Ese argumento abona a favor de la hipótesis del abultamiento para dominar políticamente una elección ganada, mucho más que para ganar una elección perdida.
Finalmente, viene la novela según la cual había una supercomputadora, que con un algoritmo (ya ven, AMLO no tiene la exclusiva) modificaba los resultados de todas las casillas para dar un resultado final preestablecido.

Una combinación de Maquiavelo con El Código Enigma.

Lamentablemente, esa hipótesis tan imaginativa no se sostiene ni tantito. Al menos todas las casillas de las muestras que hice para un conteo rápido en el Distrito Federal coincidían en los resultados con las oficiales. A lo mejor era un algoritmo con la instrucción precisa de no tocar esas casillas.

Pero así es esto del sospechosismo. Advierto que se va a repetir, quién sabe en qué clave, en este 2015. Tras la elección de 1988 hubo grandes cambios: el IFE, la credencial, los consejeros ciudadanos, los tiempos de propaganda, la fiscalización del gasto, candados mil. Pero nunca se convencerá a quien no quiere ser convencido.