“En el pecado se lleva la penitencia”

Al poco tiempo de haber concluido mi responsabilidad al frente del gobierno de la Ciudad de México, conversaba yo con mi hijo acerca de las experiencias más difíciles que me había tocado vivir y a propósito de ellas, le decía: Quizás hoy por hoy no entiendas cabalmente el significado de esto, pero debo decirte que, de acuerdo a la experiencia de gobierno que viví estos tres años, te puedo asegurar que, afortunadamente y para tu tranquilidad, comprobé que nada puede estar por encima del Estado (¡Que me oyeran en estos tiempos los “anarcos”!).
Acabábamos de comentar detalles relacionados con eventos tales como las acciones de mi gobierno para enfrentar al Sindicato de la Ruta 100, para liberar después de más de 20 años la Casa del Lago o para desalojar a quienes habían ocupado ilegalmente por más de cinco años la plaza de la Solidaridad en la Alameda de la Ciudad, entre otros. Acciones llevadas a cabo en esencia con el mismo propósito: rescatar o preservar el interés común recuperándolo o poniéndolo a salvo de intereses particulares o de grupo.
No se trataba de alardear sobre actitudes propias del autoritarismo o de la represión, sino de reflexionar con aquel filósofo en ciernes, acerca de la importancia que puede llegar a tener, para bien de cada ciudadano, el hecho de que el Estado asuma su responsabilidad en favor de defender sus derechos o su patrimonio a través de hacer valer la ley… o para mal del mismo ciudadano, cuando el Estado renuncia a esa prerrogativa.
Me parece de lo más oportuno llamar la atención acerca de este tema, ahora que las escenas de unos cuantos destruyendo o atacando impunemente, a la vista permisiva de las autoridades, el patrimonio, los derechos o los intereses de terceros, se están volviendo cosa de todos los
días. Lo mismo se queman vehículos, se saquean tiendas o se toman casetas de cobro y se cobra a los ciudadanos por el paso por ellas o igualmente, sin ser impedido por nadie, se bloquean autopistas o, en lo que ha sido el colmo, hasta las pistas del aeropuerto de Huatulco. En la televisión, casi en vivo, vemos a encapuchados destruyendo edificios públicos o prendiendo fuego a la puerta del mismísimo Palacio Nacional, sin que nadie sea perseguido o castigado por ello.
Desde luego no ignoro las circunstancias difíciles que enfrenta la autoridad, que seguramente le hacen optar por un exceso de prudencia o tolerancia. Sería ingenuo también si no reconociera el poco margen que deja un ambiente tan negativo para la autoridad en general, ante las vergonzosas y lamentables acciones en que han incurrido algunas corporaciones policíacas en tiempos recientes. Cuerpos que se llegan a confundir y coludir con el crimen organizado para delinquir y llegar a cometer crímenes atroces. Así las cosas, la “legitimidad” para actuar con la fuerza está seriamente cuestionada. No hay duda de que a toda costa se ha evitado lo que se ha entendido como una “provocación” que podría traer consecuencias lamentables.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua define al verbo subvertir como “trastornar, revolver, destruir, especialmente en lo moral”, lo que califica estos actos como actos subversivos. Más allá de ideologías, y desde luego más allá también de las motivaciones que cada quien tenga para llevar a cabo estas acciones, lo que debemos aceptar es que a nadie convienen las omisiones de la autoridad para restablecer el orden en donde es violentamente alterado. En efecto, a nadie beneficia, pero a quien menos le reporta algo es a la misma autoridad. Ciertamente se evita provocar, pero día con día se libera a un peligroso engendro de la negligencia. En este tema no tengo duda de que en el pecado se lleva la penitencia.
En relación con todo esto, quisiera citar dos casos que han llamado mi atención estos días recientes. Veamos el primero de ellos: ayer en la mañana amanecí con una nota televisiva en la que se impedía a unos cuantos tomar una caseta de cobro de Chilpancingo, que había sido tomada recurrentemente por cuatro meses. Me sorprendió la naturalidad con la que los jóvenes reclamaban su “derecho” a cobrar los peajes, pues “así se podrían hacer de recursos para su lucha”. ¡¿Y cómo no, si lo habían hecho así por tanto tiempo?! Por otro lado, me quedé perplejo al ver la docilidad con la que abandonaban su cometido, despidiéndose amablemente de la Policía Federal.
Pasemos al segundo: en mi querido Huatulco, unos cuantos profesores decidieron tomar el aeropuerto, bloquear las carreteras y trastornar así a la actividad turística tan importante para ese municipio. Poco tiempo bastó para que los lancheros, los transportistas, los restauranteros, los pescadores, y un buen número de maestros se organizaran y se presentaran en el lugar a desalojar al grito de ¡Se van para la Chingada! a quienes cometían esos atropellos. Se constituyó un Comité para la Defensa de Huatulco y entiendo que se ha diseñado un sistema de comunicación por celulares, que en unos cuantos minutos puede convocar a más de tres mil personas a defender sus intereses.

Quizás ambos hechos tengan en común una especie de motivación para la autoridad, la cual los debiera entender, por un lado, como una muestra de lo que se puede lograr al decidirse a tomar el toro por los cuernos y por el otro, como una constatación de que ahí, en alguna parte, quizás a flor de piel, existe una energía social dispuesta a apoyar el restablecimiento del orden ¿O estoy equivocado?