Cabañuelas macabras

Si alguna remota esperanza existía sobre el propósito de frenar la violencia derivada de la estrategia contra el crimen organizado —en especial el tráfico de drogas—, que en los veinticinco meses transcurridos del presente gobierno federal ha reportado el macabro conteo de unos ¡70 mil muertos!, tal posibilidad se diluyó el martes pasado, en el salón oval de la Casa Blanca.
Frente a esta triste realidad, a los mexicanos más nos vale preparar nuestro ánimo para la eventual reedición, en cualquier punto del país, de los espantosos episodios de Iguala y Tlatlaya, lo mismo cuya repetición —según el discurso gubernamental— se busca evitar de manera definitiva.
Este martes negro, que según las cabañuelas marcaba el pronóstico de las condiciones atmosféricas para junio próximo, en realidad anticipó malos presagios sobre el clima de violencia que nuestro país sufrirá a lo largo del presente año.
Peor aún, este Día de Reyes bosquejó el paisaje de sangre en que estaremos inmersos hasta principios de 2018, cuando el decepcionante demócrata Barack Obama terminará su turno al bat y será sucedido —es previsible— por algún republicano aún más duro.
Después de su reunión en privado con el Presidente Enrique Peña Nieto, este 6 de enero, el mandatario estadunidense refrendó en los siguientes términos su compromiso de apoyar los esfuerzos de México en la lucha contra el narcotráfico:
“Hablamos del tema de seguridad. Aquí, en los Estados Unidos, hemos seguido con, digamos…, preocupación de los eventos trágicos que atañen a los estudiantes, que entristece que se hayan perdido esas vidas. El presidente Peña Nieto habló de sus reformas. Y nosotros queremos recalcar nuestro compromiso de ser amigos de México, y apoyar estas reformas para, de tal manera, poder eliminar el flagelo de los cárteles de droga, la tragedia que constituye esto para México.
Queremos seguir siendo un buen aliado y un buen amigo de México y, desde luego, en última instancia, tendrá que ser el pueblo mexicano, a través de la procuración de justicia, que se encarguen de eliminar este flagelo”.
La hipocresía de Obama no tiene límites. Llamar amistad a la conveniencia es falsedad y ofrecer apoyo a las reformas en seguridad, incluida la estrategia contra el tráfico de drogas, es fingimiento. Pero eso de decir que, en última instancia, serán los mexicanos quienes decidan cómo eliminar el narco, de plano suena a burla. Hasta los niños de pecho ya saben que la guerra contra las drogas, altamente rentable para Estados Unidos pero desastrosa para el resto del mundo, ha sido diseñada en el Pentágono y en última instancia se decide en la Casa Blanca. En estas circunstancias, lo que en plata blanca Obama quiso decir es: “La guerra sigue. A cualquier costo. Al fin y al cabo los muertos los pone México”.
De acuerdo con datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública hasta el 31 de julio pasado se habían registrado 57 mil 899 homicidios, entre dolosos y culposos; los primeros sumaban 29 mil 417 y lo segundos 37 mil 421. O sea, en cifras gruesas, casi tres mil al mes. Súmense los correspondientes a los seis meses transcurridos desde el funesto corte para tener el total cercano a los 70 mil.
Es obvio que no todos esos homicidios son consecuencia de la lucha contra el tráfico de drogas y ni siquiera del crimen organizado en general; pero es innegable que sí lo son la mayoría de los dolosos y gran parte de los culposos. De manera que es mejor no pensar en el total de muertos para finales de sexenio.
En esta tétrica realidad fue formulado el compromiso —mejor dicho: la amenaza— de apoyo del mandatario gringo, sin que ningún integrante del pelotón de funcionarios de visita en Washington —José Antonio Meade, Miguel Osorio Chong, Luis Videgaray, Ildefonso Guajardo, Pedro Joaquín Coldwell, Jesús Murillo Karam, Eugenio Imaz, entre otros— hubiera sido capaz de decirle, por lo menos en broma, que con esos amigos ¡para qué quiere uno enemigos!
Menos aún la delegación mexicana hubiera podido haberle dicho a su anfitrión “¡no me ayudes, compadre!”, si se repara en que vía la Iniciativa Mérida Estados Unidos ha colaborado con dos mil millones de dólares para hacer de nuestro
país el moridero que es ahora.
Esos recursos son una bicoca frente a la montaña de dinero erogada por México en la guerra antinarco. Pero, así y todo, son apetecidos por nuestra burocracia, cuyos más conspicuos miembros, antes de la gira, cruzaban los dedos implorando el sostenimiento de la comprometedora ayuda.
El resultado integral del viaje fue provechoso para el gobierno mexicano. Porque, aun en su cinismo, Obama tuvo el detalle de no hacer recriminaciones en materia de derechos humanos. ¡Habría sido el colmo tratándose del principal instigador de la violencia que asfixia a los mexicanos!
Tampoco hubo señalamiento alguno por la impunidad y la corrupción que como cáncer carcome nuestras instituciones, fenómeno al cual —por cierto— el presidente Peña Nieto le dedicó nueve palabras en su mensaje de Año Nuevo, al decir que en 2014 ”también se hicieron cuestionamientos y exigencias de mayor transparencia”.
En sus cinco años en la Casa Blanca Obama ha tenido la posibilidad de ponerle punto final a la guerra contra las drogas iniciada hace medio siglo, pero le ha sacado el cuerpo a su responsabilidad histórica.
Tomemos entonces con todas las reservas del caso lo que ese gobernante medroso le dijo al presidente Peña Nieto y éste escuchó quizá alborozado: Que comprende bien “la tragedia que constituye para México el flagelo de los cárteles de la droga”.