Cómo combatir socialmente la corrupción

La nueva política de combate a la corrupción que se perfila para instrumentarse durante este año en nuestro país requiere, como casi cualquier otra política pública, de un componente de participación e incidencia ciudadana. Pensar en la presencia y actuación de los ciudadanos en la definición de objetivos y en la realización de acciones de prevención y corrección de la corrupción es, no obstante, una cuestión compleja en más de un sentido.
Esto es así, fundamentalmente, por el hecho de que la percepción ciudadana en torno a la corrupción y sus efectos no es única, ni monolítica. Para bien o para mal, no todos los ciudadanos atribuyen los mismos rasgos a este tipo de actos e, incluso, algunos la llegan a considerar un mal necesario o algo que no puede ser erradicado.
Sea como sea, la presencia y participación de los grupos sociales es un elemento que no puede excluirse. De ahí que deba plantearse con toda seriedad la forma en que se deberá contemplar en la política que derivará de la creación del nuevo órgano anticorrupción que está en proceso de aprobación legislativa a nivel federal.
De acuerdo con la experiencia de organizaciones de la sociedad civil, esta definición debe partir de posiciones muy claras que no dejen lugar a dudas. Es decir, que lo que se defina como espacio de participación de los ciudadanos y sus organizaciones no se limite a un mero reconocimiento formal, sin capacidad para incidir efectivamente en los objetivos y alcances de las acciones de combate a la corrupción. Siguiendo lo dicho por la ONG Contraloría Ciudadana para la Rendición de Cuentas AC, la participación ciudadana es un ejercicio deliberado de los derechos del ciudadano para incorporar intereses particulares y no individuales en toda clase de asuntos de interés público, siendo esto su principal rasgo distintivo. Esta voluntad de intervención, de motivación precisa, es, por tanto, lo que se identifica claramente como el propósito de incidencia que conlleva la participación ciudadana.
En el libro que esta importante organización social publicó en el año 2012, bajo el título Participación Ciudadana y Combate a la Corrupción, se ofrece una de las perspectivas más adecuadas para resolver el dilema de incorporar y canalizar adecuadamente el interés de los ciudadanos por contribuir a la política anticorrupción. La perspectiva se sustancia en la aplicación de cinco modelos de intervención o incidencia, como los propios autores del estudio los denominan y que se refieren a herramientas ya conocidas en la gestión pública contemporánea.
El primero de estos modelos es el de Contraloría Social. Como es sabido, la contraloría social, en su concepto más amplio, surge en América Latina a finales de los años ochenta, y es un mecanismo de participación ciudadana orientado a resolver las terribles patologías de corrupción, captura, clientelismo, ineficacia, ineficiencia e ineptitud. Esta forma de incidencia puede darse de dos maneras: directa y colectiva, mediante la conformación de comités encargados de realizar las acciones de vigilancia y control de un programa; o indirecta e individual, cuando un ciudadano en lo particular presenta una queja o denuncia ante una irregularidad detectada en las acciones de un programa como producto de su vigilancia.
La principal función de los Comités de Contraloría Social consiste, en términos generales, en realizar, con independencia y autonomía, la vigilancia de la puesta en marcha de programas, para darles seguimiento a sus acciones, realizar recomendaciones de mejora o denunciar cualquier irregularidad, en un marco de ejercicio de derechos de los beneficiarios y beneficiarias como ciudadanos.
El segundo modelo se denomina Monitoreo Ciudadano. Específicamente, el monitoreo ciudadano se incorpora como un mecanismo útil para captar la voz de la sociedad sobre cómo las dependencias gubernamentales o los agentes privados realizan la prestación de trámites y servicios públicos; principalmente, de los relacionados con la salud, la educación y servicios básicos.
Es importante señalar que no debe confundirse el monitoreo ciudadano con la evaluación, ya que el primero es más un ejercicio de verificación y vigilancia continúa sobre el quehacer cotidiano de las dependencias; mientras que la segunda es un ejercicio periódico orientado a medir aspectos específicos como el cumplimiento de metas, o el logro de resultados.
De esta manera, el monitoreo ciudadano como mecanismo participativo de control social opera bajo el supuesto de que, en primer lugar, el ciudadano se informa y toma conciencia sobre los derechos y beneficios que debe obtener de la realización de tal o cual trámite o servicio. Para, en segundo lugar, ejercer en consecuencia esos derechos monitoreando la calidad de un trámite o servicio, denunciando cualquier irregularidad o incumplimiento que detecte, realizando sugerencias de mejora al mismo, o, incluso, felicitando al servidor público por su trabajo.
El tercer instrumento es el relativo al Testigo Social, cuya labor se centra en incorporar a un representante social en los procesos de adquisiciones y adjudicación de obras en el sector público. El Testigo Social representa una de las partes activas de las acciones llevadas a cabo por el Estado mexicano recientemente para poner en marcha una estrategia sólida de participación ciudadana en el interior de la gestión pública orientada al combate a la corrupción. En siguientes colaboraciones seguiré abordando estas herramientas de incidencia ciudadana.
Lo que nos deja 2014
Vistos los tiempos que corren, y los grandes desafíos que enfrenta la sociedad mexicana, una reflexión de fin de año parece indispensable. No es que el país no hubiera enfrentado antes situaciones complejas o riesgosas. Baste recordar los últimos tres años de la desastrosa Presidencia Matrimonial de los Calderón-Zavala y su secuela de abusos y corruptelas in extremis. Lo grave de nuestra condición actual es que, en principio, las elecciones de 2012 nos tendrían que haber librado de muchos de los males que todavía nos están aquejando, especialmente los que tienen que ver con la inseguridad y con la incertidumbre económica. El sentido de la voluntad popular, expresado en aquel año, fue que ya bastaba de improvisaciones, y que era necesario iniciar una etapa de decisiones firmes de largo plazo. 2014 ha sido un año que nos ha mostrado lo complejo que puede ser que México asuma en serio el compromiso de su transformación. Es paradójico y hasta absurdo que, ya que se ha logrado establecer nuevas bases de trabajo –mediante las diversas reformas-, ahora parece que siempre no es lo que queríamos. Que a final de cuentas, los mexicanos no queremos salir del laberinto en el que Paz nos ubicó hace décadas.

El colmo de nuestra absurda condición se muestra en casi cualquier aspecto de la vida pública. Por años, organizaciones civiles lucharon por ampliar los espacios de actuación democrática y por dar acceso a personas y proyectos con sentido social. Y lo que los líderes mesiánicos y la izquierda recalcitrante han hecho, una vez alcanzada la apertura, es entregar a los peores elementos sociales el poder, desde Iguala hasta Iztapalapa, afectando ámbitos concebidos para la auténtica representación social y no para la defensa de intereses espurios.

En otro contexto, la supuestamente aceptada por todos reforma fiscal ha resultado ser la peor de nuestras maldiciones y la mejor ocasión para formular las más increíbles acusaciones y nuevas teorías conspiratorias respecto a la entrega del país y su futuro a un núcleo cerrado de intereses y personas. El desencanto fiscal afecta e involucra a todos por igual, y parece perfilarse como un nuevo acto del circo del absurdo.

Sólo pueden calificarse de irresponsables las posturas de quienes desde la sociedad se niegan a pagar lo que en cualquier país fiscalmente responsable se paga. Pero también hay culpa y vergüenzas que afrontar para quienes desde la comodidad del sillón burocrático claman que todo esta bien, mientras acumulan reservas cuantiosas con olor a gasto electoral a favor de un cierto partido.

Socialmente hablando, el panorama no es mejor. Tal parece que lo que más nos gusta a los mexicanos es canalizar nuestras energías hacia todo aquello que esté dominado por el morbo o por la insidia, y más aún si tiene un toque de supuesta protesta. No deja de llamar la atención la gran fuerza que adquirieron durante este año las protestas por la injusta desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Pero, al tiempo que me sumo y apoyo la protesta, pregunto: ¿dónde estaba toda esa energía, toda esa fuerza social, todos esos recursos para movilizarse cuando tuvo lugar la colecta anual de la Cruz Roja? ¿Por qué no hay tantos voluntarios como movilizados para apoyar a niños de la calle, para dar un trato digno a las personas con capacidades diferentes, o para sanear esteros, manglares y cañadas?

Lo más absurdo de toda esta situación es que, pese a lo grave de algunas de las cuestiones que vivimos, en el horizonte hay oportunidades que tendríamos que aprovechar. A ellas me referiré en mi siguiente colaboración.