Vicente Leñero o el oficio de la palabra

Al celebrar sus ocho décadas de vida, en junio de 2013, Vicente Leñero se sentía feliz por llegar a esa edad sin haber padecido graves enfermedades. “Soy una persona que nunca ha pasado por un quirófano”, presumió. “Sueño con morir tranquilamente, sin complicaciones, sin largas agonías. Ese sería un sueño grato”, dijo en la última de nuestras conversaciones.
Fueron varios los encuentros con el escritor a lo largo de poco más de tres décadas.
El primero, en las oficinas del semanario Proceso; los siguientes, en su casa de San Pedro de los Pinos, en ese espacio agradable que era el estudio, en donde se le veía rodeado de los libros queridos, con su vieja máquina de escribir portátil marca Brother al centro. El diálogo inicial habrá ocurrido a mediados de los años ochenta, a
propósito de su labor periodística; revisó, frente a un interlocutor joven e impertinente, la antología Talacha-periodística (luego llamada, en versión corregida y aumentada, Periodismo de emergencia) y las novelas Losperio-distas (1978) y Asesinato: el doble crimen de los Flores Muñoz (1985).
De la reunión de material escrito para la prensa, comentó Leñero: “Esos textos parten de una vieja idea mía de no hacer distingo entre la literatura y el periodismo, sino incluso asumir el periodismo como algo literario, ponerle las tretas y las armas de la ficción, de la narrativa. Esto siempre me ha preocupado.
No sabría localizar en qué momento ni cuándo nació esta inquietud, pero pudo haber sido a partir de mi trabajo en una revista como Claudia, que no se asumía como una revista periodística muy inmediata, de gran actualidad, sino que me permitía hacer un tratamiento mucho más libre sobre ciertos temas. Para mí escribir una historia es cómo armar esa historia; es una preocupación constante, una manía, un defecto… Recuerdo que cuando trabajé en Claudia buscaba escribir el nuevo reportaje siempre diferente a uno anterior; ahora, me decía, le voy a dar un tratamiento de cuento, como en ‘Raphael, amor mío’, o de una entrevista que aún no ocurre, como en el de María Félix. Eran preocupaciones formales, que es lo que me hace entretenido el escribir”.
Definió a Los periodistas como una novela en la que “uno asume el compromiso del relato que está contando, con toda la pasión, toda la subjetividad, toda la falta de mesura que se tiene como protagonista de lo narrado”. De Asesinato dijo: “Ahí no voy a armar la historia como la armaría en una novela, ni le voy a poner estilo: voy a hacer un texto lo más aséptico que pueda, lo más distanciado, lo más impersonal, lo menos comprometido”…
Las siguientes charlas fueron menos rígidas, y en ellas Leñero se entretenía, por ejemplo, en pasajes de su infancia y su adolescencia, el estudio casi simultáneo de las carreras de ingeniería y periodismo, su matrimonio con Estela, los guiones radiofónicos con los que resolvía la economía familiar o sus primeros intentos en el cuento (Lapolvareda, 1958) y la novela (La voz adolorida, 1961); era para él común detenerse en la historia de Los albañiles, que propuso al Centro Mexicano de Escritores para trabajar durante un año como libro de relatos… pero le dieron la beca en el género de novela. Habló al respecto con Ramón Xirau y éste lo tranquilizó: “No hay problema; con los personajes que tienes, mejor arma una novela”.
No fue fácil. “Me costó muchísimo llegar a la versión final. Mis compañeros becarios eran Miguel Sabido, Inés Arredondo, Guadalupe Dueñas y Jaime Augusto Shelley. A media beca me ponían unas sacudidas brutales. No me salía la novela, iba muy mal. En cada sesión me decían de lo que me iba a morir”.
El mismo Xirau le dio el empujón salvador.
—Así no va a salir nunca. Lo que te recomiendo es que empieces de nuevo —le dijo.
El Centro Mexicano de Escritores estaba en Río Volga, cerca del Ángel de la Independencia, y esa tarde Leñero se regresó caminando a su casa, en la colonia Narvarte; pensaba todo el camino en la recomendación de Xirau. Al llegar al departamento tomó las cien cuartillas que llevaba escritas y las rompió. “Empecé de nuevo, utilizando una trampa: hacer crecer la historia del velador asesinado, que era algo que le había ocurrido a un compañero mío de ingeniería… Al comenzar con el crimen descubrí que eso amarraba todas las historias, aunque conservé la voluntad de contarlas de forma diferente entre sí, que cada personaje tuviera una voz distinta”. En 1963, con Los albañiles obtuvo en España el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral. Luego siguieron EstudioQ (1965), El garabato (1967), Redil de ovejas (1972), El evangelio de Lucas Gavilán (1979), La gota de agua (1984) y La vida que se va (1999); sin considerar su importante labor como dramaturgo y guionista de cine. Cuando se ponía estricto consigo mismo, de entre sus novelas Leñero solo salvaba Los albañiles y La vida que seva.
Daba esta explicación: “En la literatura me perdí mucho en la forma. Me entró el nouveau roman, que me llevó a muchas exageraciones. Incluso Los periodistas es una novela formalmente muy complicada y para qué dar tantos brincos si está el suelo tan parejo. Yo quería escribir una novela más sencilla, y lo
Hice con La vida que se va. La trabajé con la imaginación; quedé muy satisfecho y me dije: ‘Esto es lo último que escribo de novela’”.

En los últimos libros juega con la ficción y la realidad, en el retrato casi siempre burlesco de personajes conocidos: Gente así (2008) y Más gente así (2013).

Su definición final, al llegar a los ochenta años, fue esta: “Soy un hombre que descubrió el oficio de las palabras en lugar del oficio de la ingeniería, que siempre fue un reto para mí, una materia pendiente y no desarrollada. Y que descubrió que el oficio de la palabra se puede enfocar a todo lo que necesita de ella: radionovela, telenovela, cine, teatro, cuento, novela, periodismo… Ya no hay más, o sí: la poesía, que no cultivé. Lo mío es la palabra escrita, no la hablada, no tengo facilidad de palabra. Me encantan los que escriben bien. Y disfruto la buena prosa, lo que se consigue en la vejez acaso porque no hay prisa alguna por terminar”.