La institución más confiable de México

En diciembre del 2006, hace casi ocho años, la Secretaría de la Defensa Nacional emprendió una reconversión profunda derivada de la orden que recibió de su entonces comandante en jefe, el presidente Felipe Calderón, que había tomado posesión pocos días antes en un ceremonia convulsa que puso en riesgo la continuidad del orden constitucional en el país.
Puede afirmarse que el cambio se dio de un día para otro. La estrategia de los llamados Operativos Conjuntos se fundamentaba en sacar a los soldados de los cuarteles para hacerse cargo de la lucha del Estado mexicano en contra de las bandas del crimen organizado en las calles, caminos, plazas, carreteras.
A partir de ese momento, sin una preparación previa, el Ejército entró en contacto directo con la población, pues en muchos sentidos tomó el rol de los policías que, desde aquellos años, eran un caso perdido.
La decisión supuso enfrentar retos colosales en dos materias para las cuales el Ejército tenía adiestramiento limitado: derechos humanos y comunicación social, o sea, cómo realizar sus misiones sin abusos y cómo informarlas. Para el primer tema tuvo que encontrar rápido matices para el uso de la fuerza.
Para el segundo tuvo que erigirse en emisor institucional y emprender un contacto directo, cotidiano con la prensa como medio para llegar a la ciudadanía.
El gobierno cumplió de la mejor manera la encomienda. Disciplina y lealtad se pusieron a prueba en un entorno muy complejo, que incluía la participación en el escenario nacional de un grupo criminal formado en su origen por elementos de las fuerzas especiales del Ejército, me refiero a Los Zetas. Transitar en los frentes de los derechos humanos y la información encontró resistencias de todos los calibres en el interior del propio instituto armado, pues había mandos de diferentes grados que suponían que el Ejército no tenía por qué reparar en esos temas ––derechos humanos y comunicación––, pues tenía que concentrarse en asuntos torales como los enfrentamientos a balazos con los delincuentes.
No exagero al decir que un buen número de oficiales no conocía el tema de los derechos humanos, que era el ombudsman, ni cuántas comisiones había y qué atribuciones tenían.
Tampoco conocían a los periodistas ni sabían cómo trabajaban reporteros y columnistas. Costó mucho trabajo acostumbrar a los oficiales a la crítica de los diarios, muchas veces abusiva o ligera, y a los ataques de organismos defensores de derechos humanos, muchos de ellos con agendas políticas particulares, sobre todo las de carácter internacional, que en ocasiones los hace parecer voceros del Departamento de Estado. Imposible olvidar en este recuento la ofensiva emprendida desde la embajada de Estados Unidos en México, cuando Carlos Pascual era el embajador, y que quedó documentado en cientos de informes de WikiLeaks.
A lo largo del sexenio pasado las fuerzas armadas estuvieron sujetas a pruebas extremas que significaron un desgaste severo. Para fortuna de todos, esto no se reflejó en el nivel de aceptación y simpatía de los ciudadanos que siguen considerando al Ejército como la institución más confiable del país.
Muchos de los desafíos que encaró el instituto armado en el pasado reciente siguen vigentes, pues se trata de problemas transexenales que no se ajustan a los calendarios políticos. Algunas cosas cambiaron para bien.
Por ejemplo, se registra hoy día un nivel de trabajo coordinado con la Marina Armada que no se había visto en décadas.
El general Cienfuegos y el almirante Vidal se han empeñado con éxito en limar asperezas, envidas y suspicacias, para transformarlas en colaboración plena y creciente confianza.
La coordinación se extendió a todas las dependencias que forman parte del Gabinete de Seguridad. Las instancias dejaron de competir y comenzaron a colaborar con resultados alentadores. Pues bien, en este marco se registraron los hechos de Tlatlaya, en la franja de Tierra Caliente que le corresponde al Estado de México, en los que un pelotón del Ejército se enfrentó a delincuentes, al parecer integrantes de un grupo delictivo que opera en el Estado de México.
Por una afortunada coincidencia tuve la oportunidad de platicar con el general Cienfuegos pocos días después de los sucesos. En la larga conversación, el secretario de la Defensa se dijo muy preocupado por los acontecimientos, sobre los que no había plena claridad, pero desde ese momento se mostró comprometido a llegar al fondo del asunto ––que ya investigaban autoridades militares y civiles–– y dijo que si algún soldado se había equivocado sería castigado. No ocultó el asunto.
Lo abordó de frente y adelantó lo que haría para evitar impunidad en caso de que se configuraran delitos, como terminó ocurriendo.
Todo esto viene a colación porque hace unos días, en un anticipado acto de campaña por la presidencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el ombudsman publicó con toda la alharaca posible un informe sobre el caso Tlatlaya. Su objetivo no era reparar un daño, corregir un error ––eso ya lo había hecho el alto mando del Ejército semanas atrás, cuando ordenó la detención de los oficiales y soldados involucrados––, lo que Raúl Plascencia quería era obtener espacios para hacer ruido y buscar repetir en el cargo al frente de la CNDH y manejar a su gusto un amplio presupuesto.
Frente a la responsabilidad con la que actuó en todo momento el Ejército, el titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos mostró oportunismo y afanes de escándalo. No logrará herir a una institución que en el día a día se ha ganado el respeto y la admiración de los mexicanos.
El cariño de la gente no es gratuito. Las fuerzas armadas están presentes cuando la población más necesitada las requiere. Ahí están, hombro con hombro, igual para enfrentar a los delincuentes que buscan apoderarse de vidas y bienes, como ha ocurrido en Michoacán o Guerrero, que cuando la fuerza de la naturaleza arrasa todo a su paso, dejándola literalmente sin nada.
El servicio, la disciplina y la lealtad son su esencia. Así ha sido siempre. Y así seguirá siendo.
Verba volant scripta manent