Obras y servicios públicos sin participación: el dilema de la responsabilidad ciudadana

Cada que un dirigente público entrega una obra o hace la inauguración de un servicio tiene lugar una suerte de ajuste entre las visiones ciudadanas y las expectativas de éxito de los grupos políticos.
Este tipo de actos, por lo general intrascendentes, enciende el debate sobre si lo entregado por el gobierno en turno atiende efectivamente las demandas ciudadanas.
Desde la perspectiva de los políticos, las obras y servicios marcan un punto de referencia que no tendría que ser olvidado por los ciudadanos a la hora de elegir autoridades y asignar presupuestos.
Para los ciudadanos, en cambio, la entrega de cualquier obra suele venir acompañada de una sensación de alivio relativo, no sólo porque se podrá aprovechar una nueva infraestructura.
Está, sobre todo, presente el hecho de que la conclusión de los trabajos públicos implica que las innumerables molestias y problemas que éstos provocan terminan también.
Esta diferencia tan significativa de visiones no debería ser considerada un mero rasgo de la realidad. Una característica inevitable de un proceso social más, al que no merece la pena dedicar más de un pensamiento o comentario chusco.
Por el contrario, las obras públicas y sus efectos, más que directos en los niveles de vida y bienestar de la población, requieren ser tenidos en cuenta de forma mucho más cuidadosa y relevante que la que hasta ahora les brindamos.
Desde mi perspectiva, tendríamos que considerar como un grave error el permitir que la definición de los proyectos de inversión, pero sobre todo su ejecución, resida en manos únicamente de técnicos y políticos, quienes no necesariamente mantienen en el centro de sus preocupaciones la medición y obtención de los beneficios de tipo social.
Tal y como ahora conocemos y vivimos los procesos de definición y ejecución de obras y proyectos públicos, lo que se tiene es la captación y discusión de una supuesta necesidad social o económica a la que es necesario canalizar recursos y acciones.
La necesidad suele definirse, además, en términos vagos o abstractos –mayor movilidad, mejor alimentación, eliminación de riesgos–, lo que permite que los altos directivos y los cuerpos burocráticos utilicen evidencias que tienen que ver más con su interés por impulsar cierto tipo de obra o acción que con la satisfacción efectiva de un requerimiento de la población o de los sectores productivos.
Por si esto fuera poco, al momento de plantearse y discutirse las alternativas de solución de la necesidad ambiguamente definida, resulta que sólo hay unas cuantas opciones y que la mayoría, si no es que todas, involucran la participación de unos cuantos actores, excluyendo por definición a cualesquiera otros.
Las bases generalmente utilizadas para justificar esta exclusión son la supuesta existencia de condiciones especiales que requieren de conocimientos extremadamente especializados, o la posesión de tecnologías y recursos en manos de unas cuentas empresas o sectores.
De esta forma, contando con este amplio margen de exclusividad y hasta de secrecía, las obras y los presupuestos que demandan se planifican y ejecutan al margen de los intereses y visiones de los supuestos beneficiarios de las mismas.
Dando lugar, con ello, a una definición de ciudadanía limitada a un papel dependiente del conocimiento de los expertos para entender sus necesidades, y de mera beneficiaria de las acciones realizadas.
Como resulta obvio, una visión así de lo que los ciudadanos somos y de lo que los ciudadanos podemos hacer choca de frente con la más elemental definición de democracia y de participación social en los asuntos públicos.