Las memorias de la contumacia

Los libros memoriosos, tanto como las voluminosas autobiografías, tienen casi todos una constante: el desahogo, la justificación, la tardía, innecesaria y por tanto estéril confesión sobre los actos de quien se describe a sí mismo con el ánimo sencillo de sustituir con su texto (casi siempre redactado por una pluma fantasma) el juicio al cual ya ha sido sometido por aquellos a quienes con el retraso de la burocracia o el oportunismo de la política, quiere persuadir de lo contrario.
Esos textos resultan casi siempre densos, aburridos y plagados de mentiras, exageraciones, justificaciones y jamás una brizna de arrepentimiento; nunca una nota discordante con el ya gastado auto-monumento a la vanidad herida por la distancia del poder.
Algunos lo hacen (o lo complementan) de la mano de periodistas amigables, mediante larguísimas entrevistas en las cuales sueltan una o dos granadas de bajo poder, sólo para llamar la atención y probarse a sí mismos cuánto podrían lograr si sueltan algún secretito por aquí, alguna infidencia por allá.
Pero en general estos libros son recursos de supervivencia política casi siempre para buscar un reacomodo, no en la historia, sino en la crónica de los días, los largos días de la molicie obligatoria, el retiro espeso y denso donde solo quedan los vestigios del cargo presidencial por la presencia protectora de los numerosos guardaespaldas, últimos símbolos de aquella época gloriosa cuando a su paso se inclinaban las banderas.
Y el libro de Felipe Calderón (Los retos que enfrentamos. Los problemas de México y las políticas públicas para resolverlos) cercano a la vanidad del espejo roto, la mendacidad y la contumacia, no podría ser diferente, al menos en su intención.
El tomo lleva un prólogo escrito (del cual se citarán algunas líneas más adelante) y un epílogo externo: los “videoescándalos” del arrítmico bailongo vallartense de los diputados de Acción Nacional en San Lázaro, obús de grueso calibre con el cual el ex presidente dinamita al “maderismo” y lo exhibe en la lúbrica frivolidad para lograr, tarde o temprano, el control del partido al cual de paso merma en prestigio y credibilidad.
Viejas casualidades, los panistas del jolgorio cuya dimensión pecaminosa ha sido francamente exagerada por los medios, ávidos de cualquier filtración (“vallejito” con La Tuta o los diputados con la puta), son exhibidos de manera propicia para la autoproclamación de don Felipe como el último recurso ético de un partido a la deriva, cuya pérdida de rumbo se le debe exclusivamente a él, quien tomó control de los órganos de dirección desde el inicio de la presidencia, purgó a Manuel Espino (quien lo había acompañado a la toma del poder); impuso a los inútiles Germán Martínez y César Nava y se derrumbó de Los Pinos al tercer lugar en la carrera presidencial siguiente.
Hablar de la desgracia política de perder la Presidencia lo comprometería, pero disfrazar la crisis con la exhibición de conductas disolutas, resulta más impactante y menos favorable al análisis real. Las conductas individuales, en lugar del estudio de las causas y los factores, resultan llamativas y abren un espacio para intervenir.
En este sentido el libro de “memorias de la amnesia” (como también podría titularse), satisface un doble propósito. Por una parte la catarsis de justificar y exhibir las motivaciones como actos de generosidad, a veces equivocados (“… más allá de mis errores y mis limitaciones, puse toda mi voluntad y todo mi entendimiento en la construcción del Bien Común (sic) nacional…”) y por la otra retomar el control panista en tiempos preelectorales.
Pero si lo segundo, la lanzada contra el panismo maderista fue del todo exitosa, no lo son tanto algunos ejemplos de la distorsión histórica.
Vayan algunos, sólo para justificar el optimismo, como hubiera dicho Monsiváis.
A la mitad del libro hay un apéndice fotográfico. En una de estas imágenes, aparece Calderón, sentado en el piso de un aula o biblioteca, con párvulos uniformados en torno suyo (… dejad que los niños se acerquen a mí…) y un pie de foto cuyo texto dice:
“El homicidio de varios jóvenes de Villas de Salvárcar en Ciudad Juárez conmocionó a la opinión pública. En lo que era una desolada colonia, construimos un gran centro deportivo, escuelas y una biblioteca pública. Aquí con Margarita en una sesión de lectura infantil”.
La desmemoria omite la indignación general ante su re
acción frente a los graves hechos, los cuales, desde el extranjero, Calderón desestimó llamándolo pleito entre pandilleros, casi merecedores de su triste destino. El rescate urbano fue por presión, no por política pública previa.
Otro ejemplo: en formación de revista, aparecen en primer plano elementos de la Policía Federal Preventiva. Detrás desciende un paracaidista. El pie dice: “La creación de la Policía Federal fue parte de la estrategia de depuración y fortalecimiento de las instituciones de Seguridad Pública y Justicia”.
Y para más, esta joya de la autocomplacencia cercana a la autosatisfacción. En la única mención del actual presidente en todo el libro, Calderón dice:
“Ya en la Administración (sic) del Presidente Enrique Peña Nieto, se lograron las importantes capturas de Miguel Ángel Treviño, alias ‘El Z-40’, líder de los ‘Zetas’; de Dionisio Loya Plancarte, alias ‘El Tío’, de ‘Los Caballeros Templarios’, así como de Joaquín Guzmán Loera, alias ‘El Chapo’, líder del cártel del Pacífico y de Fernando Sánchez Arellano. También fue abatido Nazario Moreno González, alias ‘El Chayo’, líder y fundador de La Familia, a quien se consideraba que presuntamente había fallecido en un enfrentamiento con la Policía Federal, según los indicios e información de inteligencia recabados entonces”. Más allá de las imprecisiones y presunciones Calderón no admite su propio error, haber divulgado, propalado y hasta presumido la muerte de un capo con base en información errónea de sus servicios de inteligencia y de soslayo, desliza una tesis: este gobierno le da continuidad a una política mía, cuando pasa por alto la actual corrección de esa política errónea, sangrienta y olvidada por su creador.