Es el paradigma el que castiga al trabajador

El jefe de Gobierno del DF, Miguel Ángel Mancera, continúa su campaña en favor de su propuesta de incrementar el salario mínimo, y anuncia que a fin de este mes “su gabinete tendrá lista una propuesta de cómo se podría materializar”. Pero la cuestión es que no es un índice de cuenta el culpable, es el paradigma económico malamente adoptado. Por supuesto, el factor trabajo en México está muy mal remunerado vis a vis el factor capital y se le burlan la seguridad social y las prestaciones laborales, dando origen a la pobreza extrema en la que viven millones de mexicanos y a la desigualdad económica y social que abruma a nuestro sistema, y que se ha agudizado en los últimos 30 años. Pero está claro que no es la modificación de un índice como el salario mínimo, como pregona Mancera, el tema central para resolver esos gravísimos problemas, que tienen otra muy honda raíz: la persistente debilidad de las oportunidades de empleo para los mexicanos, y por consiguiente su ínfima capacidad de negociación en el mercado de trabajo, en una larga etapa en que ha sido muy raquítico el crecimiento económico, en tanto que ha aumentado fuertemente el número de habitantes en edad de trabajar, cuando la población en México pasó de 48.2 millones en 1970 a 66.8 millones en 1980 y a 120 millones en la actualidad.
Así, la razón fundamental de la desigualdad en México es un cambio de paradigma, mediante lo cual se disminuyó fuertemente la intervención gubernamental de impulso al crecimiento económico y su acción compensatoria para moderar las ganancias del capital y reforzar las remuneraciones del factor trabajo, y se entró de lleno a la globalización económica internacional sin mantener una moderada protección a las actividades productivas internas en sectores tan importantes como el agropecuario o las manufacturas abastecidas con insumos nacionales. La reforma energética es la culminación de ese paradigma neoliberal y librecambista, que ofrece que con privatizar empresas públicas y abrir los brazos al exterior vendrán automáticamente el crecimiento acelerado y la abundancia, lo cual se ha mostrado reiteradamente que es una interesada falacia.
Son medidas gubernamentales de política económica, social, laboral y sindical, de educación y capacitación, las que están haciendo falta para incrementar la oferta interna de empleos para los mexicanos y su capacidad de negociación frente a empleadores, con el consecuente aumento en sus salarios reales.
Mencionemos sólo algunas: combatir la monopolización creciente de diversos sectores económicos; desalentar la sobresaturada inversión en actividades comerciales y especulativas; abordar con urgencia el gravísimo problema de los trabajadores empleados en la economía informal sin seguridad social, sin prestaciones ni aportaciones para el retiro.
Se requiere fomentar la inversión nacional en el campo para lograr la autosuficiencia alimentaria y retener con buenos ingresos a los ya relativamente pocos campesinos que allí sobreviven; estimular la producción industrial interna; es inadmisible que tradicionales actividades de manufactura que ocupaban buena proporción de mano de obra mexicana, textil, del vestido, zapatera, juguetera, sean ahogadas por importaciones de países del otro lado del mundo. ¿Las inversiones del sector público, qué tanto están realmente apoyando la demanda y los empleos internos y qué alta proporción se aplica en importaciones? Por supuesto, se necesita no enajenar los recursos energéticos al extranjero, sino buscar que sean las fuerzas internas las que exploten toda su potencialidad.
Se habla mucho de incrementar los salarios siempre en consonancia con una mayor productividad, pero hay que saber de cuál productividad hablamos.
Julio Faesler señala con razón que el objetivo central del concepto de productividad (en este caso, la laboral) “es obtener más unidades de producto por el salario que se paga… pero el tema central es inevitable: la mayor productividad que cree mayor producción reducirá el pago al trabajador por unidad producida” (“Salarios mínimos y productividad”, Excélsior, 9ag14). Entonces, la productividad social que sería aplicable es que las tasas de ganancia del capital (con su ya excesiva concentración de la riqueza,) no excedieran las del crecimiento económico, a fin de que una proporción creciente del ingreso nacional llegue a los trabajadores.
Esperemos que la propuesta de Mancera al menos sirva, si hay congruencia en sus intenciones, para adecentar en un corto plazo los ingresos y las condiciones laborales de miles de trabajadores del propio gobierno del Distrito Federal y del creciente número de empresas a las que el GDF les subcontrata o terceriza funciones oficiales. Ya la secretaria del Trabajo y Fomento al Empleo, Patricia Mercado, anuncia que se establecerán mecanismos para que esas empresas “mejoren los salarios si le venden servicios o construyen obra pública para el gobierno capitalino” y, por otra parte, que “recibirán seguridad social” los trabajadores del GDF a los que se les paga por honorarios, aunque uno no entiende porque se pondrá un límite para beneficiar sólo a los que ganan “hasta 15 mil pesos”. Bueno, pero Luis Videgaray, secretario de Hacienda, no quiere aumentos al salario mínimo pues ello “podría tener, por ejemplo, un efecto sobre las maquiladoras en su capacidad de competir en el mercado global de exportaciones”. ¡A competir con salarios bajos, señores!.