Al borde de un colapso cultural

A Theodor Adorno, y en general a la mayoría de los filósofos de la llamada Escuela de Frankfurt, le escandalizaba la idea de la masificación de lo que puede ser llamado como “la alta cultura”. Desde el mundo de los conceptos, le preocupaba fundamentalmente la idea de la reproducibilidad técnica a escala masiva de la obra de arte.
En términos llanos, la utilización de imágenes artísticas para “ilustrar” o servir a manera de “ilustración” en objetos de desecho, era para éste y otros filósofos no sólo una irreverencia sino acciones francamente despreciables.
Así, la imagen de “La Última Cena” de Leonardo, puesta como ilustración en los calendarios de la “Carnicería la higiénica”, era y es tomada por muchos como un acto de insulso sacrilegio y una absoluta falta de respeto a la creación original.
El trasfondo de esta discusión académica, la cual fue considerada por algunos como una cuestión similar al debate medieval en torno a si los ángeles tenían o no sexo, se encuentra en una preocupación genuina respecto al peligro de la degradación cultural de una sociedad, la cual inicia precisamente con la vulgarización del mundo del arte y la vulgarización del lenguaje.
No debe olvidarse que los autores de la Escuela de Frankfurt estaban ante la desolación del holocausto y los horrores de la mecanización de la guerra; ante lo monstruoso de la utilización de lo mejor de la ciencia para generar muerte y destrucción; y ante el uso maniqueo de obras de arte para la sustentación de un aparato propagandístico dirigido al odio, el racismo y la violencia.
El problema que veían autores como Herbert Marcuse era la decadencia de la cultura occidental; es decir, el vaciamiento de los mejores valores de la Ilustración, como proyecto civilizatorio.
Pensando desde esta perspectiva, resulta preocupante preguntarse con objetividad analítica cuáles son los valores que caracterizan a la sociedad mexicana. Al respecto, es importante dejar atrás los lugares comunes relativos a que: “La sociedad mexicana es naturalmente solidaria”; “somos una sociedad alegre”; “somos una sociedad que privilegia a la familia”, y un largo etcétera de mentiras, que sólo alguien con insanos propósitos puede sostener con seriedad.
Los datos disponibles nos dicen otra cosa: más de la mitad de la población cree que “da lo mismo un gobierno democrático que uno autoritario”; más de la mitad cree que “los organismos defensores de derechos humanos son defensores de delincuentes”; menos del 30% de la ciudadanía participa activamente en organizaciones comunitarias o de la sociedad civil. En promedio leemos menos de dos libros al año; y en los últimos doce meses previos a la última encuesta sobre hábitos de consumo cultural menos del 20% había asistido a un museo o una obra de teatro.
En contraste, los discos que más venden son los producidos para difundir cosas de tan baja calidad como los “corridos”; “música de banda”, la cual está inundada de letras sexistas y hasta misóginas; canciones del mundo pop diseñadas para la lloradera más cursi; y aberraciones como el llamado “reggaeton” que han derivado en prácticas de suma violencia contra las mujeres y niñas, como el denominado “perreo”.
Todo esto puede ser atribuido, en buena medida, al fracaso de un sistema educativo que tuvo en los últimos doce años quizá uno de los peores periodos en nuestra historia; pero también nos alertan sobre una sociedad que no ha sido capaz de promover, sino sólo a través de escasos esfuerzos todavía marginales, proyectos de rescate espiritual y cultural que nos lleven a una nueva sociedad para la paz.
Tenemos una tarea monumental por delante, la cual consiste en un rescate cultural de nuestro país; urge una nueva conciencia masiva que asuma que la garantía plena de los derechos humanos constituye nuestra mayor urgencia, de otro modo, estamos caminando al borde de un desfiladero, que no consiste en otra cosa sino en un colapso cultural que no debemos permitirnos.