La BUAP y la Cátedra Juan Rulfo

Una entrañable amiga me señalaba que los diversos homenajes realizados por las más distinguidas universidades públicas de México eran una buena prueba de afecto por mi trabajo literario, periodístico y académico. Son hechos significativos. Pienso en el esfuerzo que cada uno de ellos implicó. Detrás de cada uno de esos reconocimientos hay una historia y un esfuerzo humano. Por ejemplo, hoy miércoles, en Puebla, exactamente en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, la distinguida doctora Ana María Huerta Jaramillo, directora de Fomento Editorial y un grupo de distinguidos académicos poblanos, harán al mediodía el anuncio oficial de la aparición de la convocatoria para crear la “Colección René Avilés Fabila”, para jóvenes escritores. Eso me enorgullece, me honra y me deja en eterna gratitud con una institución generosa y de alto rango que ha publicado libros míos: Tantadel, La canción de Odette y La cantante desafinada.
Cuando la doctora Huerta me notificó de la generosa intención de crear una colección con mi nombre, dijo que lo hacía, entre otras razones, porque me era fácil interactuar con los jóvenes escritores. La convocatoria está dirigida a todos los jóvenes menores de 30 años, en los géneros cuento, novela, ensayo y poesía. El 10 de diciembre próximo la BUAP dará a conocer los primeros títulos de la Colección René Avilés Fabila.
También pienso en algo más que me emociona: la Fundación Juan Rulfo me ha invitado a participar en el Segundo Coloquio de la Cátedra Extraordinaria Juan Rulfo, con la Conferencia Magistral Juan Rulfo en el Centro Mexicano de Escritores.
He escrito mucho, quizá no lo suficiente ni con suficiente profundidad, sobre mi relación con Juan Rulfo. No estudié letras, sino Ciencias Políticas en la UNAM, de tal manera que nunca fui capaz de organizar mis lecturas literarias. Leo con desorden y por placer, no para entregar una tarea ni para un examen, sino para convertirme en narrador, en autor de novelas y cuentos. Creo haberlo conseguido. No tuve muchos maestros, pero fue mucho lo que de ellos obtuve. Entre los que más recuerdo estuvieron Juan José Arreola, José Revueltas, Juan de la Cabada, Rubén Bonifaz Nuño, Ricardo Garibay, Rafael Solana, Ermilo Abreu Gómez, Edmundo Valadés, Henrique González Casanova y desde luego Juan Rulfo. Todos ellos leyeron mis trabajos iniciales y todos me proporcionaron algún consejo o una crítica severa.
A Rulfo lo conocí en el Fondo de Cultura Económica, pero fue en el Centro Mexicano de Escritores donde trabé relación con él. Era un profundo conocedor de la literatura universal. Pero no le gustaba brillar como a Juan José Arreola, su paisano y amigo en esa época. Era callado y observador. No escuchaba, leía las copias que cada becario le entregaba a los tutores y esperábamos los comentarios. Rulfo hacía anotaciones enigmáticas, a diferencia de Arreola que nada escribía y de Francisco Monterde siempre cuidadoso con el mejor castellano. Rulfo, con sus anotaciones, venían sus comentarios. Algunos los he contado ya, pero de lo que poco he hablado es de nuestras conversaciones fuera del aula. Hablaba a veces de política, más frecuentemente preguntaba si ya había leído a Sábato, a Cortázar o a Carpentier. Una vez que cuestionaba, sin esperar la respuesta, iniciaba una conversación seca y aguda sobre el autor en turno.
Ésas fueron clases memorables. Sin duda las recordaré en la parte que me corresponde en la Cátedra Magistral Juan Rulfo. Si el tiempo lo permite, me gustará hablar del Rulfo severo e irónico cuando un texto, cuento, ensayo o poema, no eran de su agrado. Yo, por fortuna, a pesar de diferencias temáticas, no tuve de su parte más que observaciones generosas.
Me sigue asombrando el callado genio de Rulfo: le bastaron dos libros para convertirse en inmortal.