Salarios, productividad, ortodoxia

Ayer terminó el ciclo legislativo de reformas más ambicioso de la historia moderna de México. Si se instrumentan correctamente, cambiarán el rostro del país. Coincidentemente, ha entrado a la agenda de debate nacional el tema de los salarios que, si lo pensamos bien, debería formar parte integral de las transformaciones para mejorar la calidad de vida de los mexicanos.
Dijimos en el Empedrado de la semana pasada que los salarios en los mercados ocupacionales se determinan, fundamentalmente, por la oferta y demanda de trabajo, no por decreto. Pero señalamos también que el salario mínimo es un referente de la relación entre capital y trabajo, mediado por el gobierno, y que mantenerlo artificialmente bajo ha servido, en general, para contener los salarios contractuales, con los efectos de mala distribución del ingreso, escaso crecimiento de la demanda interna y estancamiento estabilizador que conocemos desde hace casi tres lustros.
En el contexto, necesariamente politizado, de la discusión sobre los salarios mínimos —y, por extensión, sobre los salarios generales—, han salido los ortodoxos, encabezados por la Coparmex, a decir que primero hay que aumentar la productividad y luego los salarios.
Eso estaría bien si viviéramos en una situación de equilibrio económico, con el uso óptimo de los recursos y factores disponibles. En otras palabras, eso está bien en el aséptico mundo de la teoría económica. La realidad es otra.
Empecemos con algunos datos. La productividad laboral en México es menor a la de la mayoría de los países de la OCDE. Equivale aproximadamente a una cuarta parte de la estadunidense, una tercera parte de la española y la mitad de la sudcoreana. El salario mínimo en Estados Unidos es 11.6 veces superior al mexicano; el de España, tras los ajustes recientes, es 6.7 veces mayor y el de Corea del Sur, 7.5 veces.
Una de dos, o Estados Unidos, España y Corea del Sur tienen un salario mínimo demasiado elevado en relación a la productividad laboral promedio, o México lo tiene muy bajo. El comportamiento relativo de las economías en los últimos años hace sospechar lo segundo.
Ahora bien, ¿qué países tienen salarios mínimos similares al mexicano? Angola, Azerbaiyán, Kazajistán, Lesotho, Filipinas, Sudán, Nicaragua… en ninguno de ellos se comparan los niveles de productividad. Y dudo que estemos por debajo de Guatemala u Honduras, que tienen mínimos superiores al nuestro.
Otro dato: entre 2008 y 2014, la productividad laboral en la industria manufacturera en México creció 21 por ciento; el salario real promedio descendió 2 por ciento. Esto va en línea con una tendencia mundial en la que, a diferencia de lo sucedido en los años de crecimiento sostenido a escala mundial, los aumentos salariales reales han ido muy por detrás de los incrementos en la productividad, hecho que ha generado dos fenómenos: que la recuperación tras la crisis de 2008 haya sido con mínima creación de empleos formales y que haya crecido la brecha en la distribución del ingreso, en contra de los salarios.
Abundemos. A lo largo de las últimas dos décadas, la productividad laboral promedio del país ha crecido a tasas bajísimas: 0.43 por ciento anual. Si seguimos los lineamientos de la ortodoxia, en esa misma proporción debió de haber crecido el salario real promedio: el salario mínimo cayó 25 por ciento y los contractuales bajaron 3 por ciento real.
Ahora bien, la baja tasa de crecimiento de la productividad laboral en México esconde diferencias notorias entre regiones, y también entre los sectores y dentro de los mismos.
Hay un mundo de diferencia en la productividad de un trabajador promedio de Coahuila, Nuevo León o la ciudad de México y otro de Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Es la que hay entre Corea del Sur y Namibia.
Pero esta diferencia palidece, cuando la vemos por sectores. La industria manufacturera, los servicios modernos, las finanzas y el comercio al mayoreo son altamente productivos frente al comercio minorista y las actividades primarias. Dentro de cada sector, además, es notable la diferencia según el tamaño de las empresas: las más grandes suelen ser mucho más productivas.
Pero el elemento fundamental es el tamaño del mercado informal: mientras más grande es, menor es la productividad. Las brechas son muy relevantes: las más significativas de todas.
Así que si vamos a jugar a la ortodoxia en materia salarial, el primer asunto a tratar es la reducción del mercado informal. Eso no se hace con salarios mínimos ridículos, que expulsan trabajadores hacia ese sector. Tampoco se hace precarizando los empleos formales –que es lo que se ha hecho hasta ahora. Se requiere un aumento real.
El segundo asunto es asumir los diferenciales de productividad. Resulta verdaderamente lastimoso que sean precisamente los grandes empresarios quienes más se quejan de los salarios, cuando es en sus empresas donde más ha crecido la brecha entre éstos y la productividad laboral. El aumento generalizado no puede ser muy grande, pero sí debe ser suficiente como para convertirse en acicate para un cambio de política salarial en las unidades económicas más grandes. También es necesario asumir que los mercados laborales regionales siguen siendo diferenciados: la lógica de los salarios mínimos por zona es todavía válida.
El último tema tiene que ver con el pacto social, roto desde hace tiempo —y que no se debe confundir con el pacto político generador de reformas—. Si no se regenera, de manera que los salarios ocupen una proporción mayor del producto, tras décadas de ir a la baja, el resultado final será económicamente pobre, por escasez de la demanda interna —más allá de los efectos de las reformas recientes— y, sobre todo, políticamente volátil.