Enrique Peña, su momento estelar

Innecesario ser un panegirista consumado para reconocer en la hora cenital del mediodía de mañana lunes, el momento estelar del presidente Enrique Peña.
Sus reformas le han cambiado casi la mitad del contenido a la Constitución nacional, y su reforma rnergética –joya de su corona política, lograda antes de cumplirse el primer tercio en la silla— abre un nuevo capítulo en la historia, más allá de la fácil declamación.
El pragmatismo globalizador –si así se pudiera definir— se ha impuesto sobre las cenizas del pensamiento de una Revolución nacionalista consumada y consumida. El primer gran movimiento social del siglo XX ya es una herrumbrada pieza de museo bajo las patas funerarias del Monumento a la Revolución, tan simbólico en su erección triunfante (1938, mismo año de la expropiación petrolera) y tan significativo en su actual destino de mausoleo, donde se arrumban los restos de Plutarco, Lázaro, Pancho y Venustiano, junto a la eternidad de Francisco I. Madero y los campamentos de insumisos contestarios.
Sólo falta traer de regreso el féretro francés de Porfirio Díaz (quien sabe si el puñado de cenizas), el primer modernizador nacional de antaño, pionero en la concesión de los bienes nacionales (minas, petróleo, ferrocarriles) en favor de urgentes empresas del extranjero.
Si las reformas actuales serán para bien o para mal, eso lo decidirá el tiempo, juez supremo y de plazo fatal, cuyo veredicto (a diferencia de los augurios de malquerientes o aplaudidores) resulta siempre exacto e insobornable.
“Como dice el refrán; dar tiempo al tiempo”, diría Renato.
Pero por ahora, después de una labor legislativa cercana al virtuosismo, con el auxilio inmenso de las bancadas priistas y sus coordinadores, Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa, en San Lázaro como en el Senado, Peña le abre la puerta a la más importante transformación conceptual y económica del México contemporáneo, similar en sus consecuencias a la firma del célebre Tratado de Libre Comercio, al cual complementa y concluye. El nuevo siglo comienza en verdad mañana.
Los aplausos del lunes podrán ser por varias cosas, pero hay una sobresaliente: el mérito de haber hecho tanta política fina en tan poco tiempo (éste es el verdadero resultado del “Pacto por México”), sin ver incendio alguno en la seca pradera.
Los cambios se hicieron en el Congreso y no fueron las calles escenario de revueltas ni protestas significativas como auguraban quienes hoy se cubren con la manta del subsidio para el Movimiento de Regeneración Nacional o soñaban con las películas interrogantes de Cuarón.
Más consecuencias “sociales” ha tenido la reforma educativa cuya aplicación vive a tropezones entre el estilo cavernario de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación y el miedo ante la revelación de ineptitudes pedagógicas sean rurales o urbanas.
Resultó relativamente fácil cambiar el panorama de la energía en México frente a la dificultad de evaluar la ineptitud de un magisterio cuyo mejor talento es roer el hueso de su cómoda y hereditaria placita así sea necesario para ello bloquear carreteras o someter gobernadores incapaces, como sucede visiblemente en Oaxaca y Guerrero.
Quien prometió transformar y no solo administrar, llegará en unas horas más, al mismo lugar donde hizo tal oferta — el Palacio Nacional— y bajo la luz meridiana (quizá con la banda en el pecho para realzar la solemne importancia del momento estelar) abrirá la puerta del futuro mexicano.
A los opositores sólo les queda rumiar la derrota o fingir sobornos legislativos, como hizo fallidamente el siempre oportunista y radiofónico Ricardo Monreal, cuya alharaca por las ministraciones extraordinarias, debidamente aceptadas y firmadas por su fracción (“claque” de Morena), son ahora materia de su falsa moralina política.
—¿Cómo es posible acusar sobornos por los votos favorables cuando el monedero incluyó también a quienes se opusieron y se distribuyó mucho antes de la discusión de la iniciativa? Es posible en la eterna demagogia mentirosa de la “honestidad valiente”.
Pero fuera de los localismos del demagogo, veamos el entorno geopolítico de estos cambios de fondo. Leo a Henry Kissinger en “La diplomacia”:
“… Subrayando las obligaciones recíprocas y la acción cooperativa el último y dramático objetivo es la creación de una zona de libre comercio que llegue de Alaska al Cabo de Hornos: concepto que hasta hace poco se habría considerado irremediablemente utópico…”.
Y recuerda Carlos Salinas de Gortari (“México, un paso difícil a la modernidad”):
“… Entonces Carla Hills (la jefa estadunidense de negociación del TLC) volvió a insistir en el tema del petróleo. Declaró que el de los energéticos era un punto muy importante para la economía estadunidense y tendría que ponerse sobre la mesa de discusión. Serra respondió de inmediato: se dialogaría sobre las reglas de exportación e importación, pero el petróleo no sería tratado como una mercancía más…”.
Y todavía:
“… La apertura en general buscaba elevar la eficiencia competitiva del país; con o sin TLC, tanto Pemex como la CFE debían transformarse en empresas competitivas…”.
Salinas relata las divergencias en su gabinete en torno al tema de la energía, en especial del gas. Estas líneas ayudan a comprender los antecedentes de la celebración de mañana:
“… Serra proponía, con razón, que de abrirse el gas (lo que consideraba necesario), debería hacerse a cambio de ventajas en la negociación comercial. Rojas (Francisco) señalaba que de abrirse (a lo que se oponía), habría que autorizar inversiones cuantiosas para transformar la estructura productiva de Pemex, y encontrar un mejor uso a las elevadas reservas de crudo pesado del país… había que planear con cuidado la apertura del gas para la que aun no estábamos preparados…”.
“… Sabíamos que se acercaba la parte final de la negociación, por lo que las presiones aumentarían notablemente. El consenso fue que no cederíamos nada en el tema del petróleo. Les pedí que comenzaran a redactar los párrafos del TLC que recogieron los cinco NO fijados en materia petrolera…”.