El país ha perdido doce años en el entendimiento de los nuevos parámetros de la política. El PRI perdió la mayoría absoluta en el Congreso en las elecciones de 1997 por la suma de tres factores: la grave crisis económica 1994-1996, el papel de mayoría priísta en aprobar alzas de impuestos que dañaron a la sociedad y la reforma electoral de 1996 que le quitó al gobierno el control de las elecciones y por tanto de la construcción amañada de mayorías. De 1997 a 2014, largos diecisiete años, el PRI entendió que no era posible ya regresar a las viejas mayorías absolutas y que las leyes desde 1984 le habían quitado las mayorías calificadas porque ningún partido por sí mismo podía tener más del 60% de las curules en cada cámara.
Si se analiza con frialdad el mandato de las urnas, la sociedad no quiere dos cosas:
1.- Un presidente de la república fortalecido con votos mayores a 50%.
2.- Un congreso dominado por algún partido con más del 50% de las curules.
De ahí que el voto haya configurado un sistema político basado en un presidencialismo acotado en las urnas y un congreso configurado por minorías. Así, el reparto del poder político entre tres fuerzas obliga en los hechos a la negociación de decisiones. Este modelo se conoce como democracia de consenso o democracia consociativa propia de sistemas políticos pluripartidistas sin mayorías absolutas.
El problema es que las élites políticas hasta ahora no han entendido la lógica de las nuevas formas políticas y tan sólo se han acomodado a las circunstancias. España entendió la crisis del franquismo y la habilidad política de Adolfo Suárez —abogado pero con limitada comprensión de la politología— se convirtió en un pragmatismo circunstancial: la transición se completó con la ley de la reforma política, el sistema de partidos con el Partido Comunista incluido las primeras elecciones libres en 1977; pero Suárez dio el siguiente paso y avanzó hacia la instauración democrática con los Pactos de la Moncloa que permitieron un nuevo modelo de desarrollo, un nuevo sistema de relaciones sociales de producción y desde ahí un sistema-régimen político con nuevas reglas.
Suárez se impuso a la oposición con negociaciones de régimen político. En México, en cambio, el PRI entendió solamente que carece de mayoría y que esa mayoría ya no la va recuperar, por lo que ha tenido que aprender a negociar. En todo caso, al PRI le ha faltado un programa de instauración democrática. Y ahí es donde ha fallado el PRD visto el fracaso del PAN en la alternancia de doce años porque no pudo fijar los márgenes de la reforma de sistema, de régimen, de modelo de desarrollo y de producción. En esos doce años el PRI se conformó con administrar su condición opositora, a frenar reformas del PAN porque el PAN también se negó a negociar y a esperar el agotamiento de las élites panistas gobernantes.
El PRD quedó como el espacio único de la instauración democrática, toda vez que la izquierda socialista en los regímenes autoritarios pudo consolidar su espacio de definiciones de largo plazo. Pero en el periodo 1988-1997, de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a las elecciones capitalinas y legislativas que mandaron al PRI a la oposición, el PRD se concretó solamente a defender puntos aislados de su proyecto pero sin un plan general de reorganización del sistema-régimen. La propuesta sistémica del PRD se redujo a la demagogia del discurso de “patria para todos”.
La izquierda en Europa fue clave en la construcción de alternativas: el Partido Comunista Italiano pactó con la democracia cristiana un “compromiso histórico”, el Partido Comunista Francés firmó un programa común con el Partido Socialista, el Partido Comunista de España se comprometió a operar en la legalidad y participó decididamente en los Pactos de la Moncloa a través de su representante Ramón Tamames. Fue una izquierda que no perdió perfil socialista pero fue decisiva en la instauración democrática de la posguerra.
El PRD no fue más allá de la defensa de algunos puntos del viejo cardenismo, pero sin definir un proyecto nacional neocardenista. Peor aún, el PRD desde su fundación abandonó la experiencia ideológica del Partido Comunista Mexicano que le cedió su registro y apenas pudo definir demandas similares al priísmo poscardenista, acaso ligeramente progresistas pero sin efectos en las relaciones de producción y de clase. En el congreso y en los gobiernos estatales, el PRD sólo administró el viejo régimen.
Hasta ahora, el PRD no ha brindado alguna explicación al fenómeno de la transición: ¿por qué si la izquierda fue pivote en el avance democrático la alternancia se dio a la derecha? ¿Y por qué la segunda alternancia tampoco se acercó siquiera al PRD y se dio vía la reinstalación del PRI en la presidencia de la república? Al final de cuentas, el PRD nunca se olvidó de su perfil de disputa por el poder, inclusive en los procesos electorales en los que llegó a un tercio de las votaciones y se acercó al PRI.
En el Congreso, el PRD ha sido un partido aislacionista, filibustero y de pelea, no una fuerza política de negociaciones. La gran oportunidad del PRD fue el Pacto por México: ante la invitación del PRI a lograr acercamiento de agendas, el PRD propuso un gran Pacto nacional y lo logró. Sólo que López Obrador y Cárdenas, por agendas políticas particulares, obligaron al PRD a salirse del Pacto y a perder el espacio de influencia en la reforma del proyecto nacional.
El Congreso fue el espacio por excelencia para el PRD pero lo desperdició por el regreso del partido a la subordinación legislativa. De nueva cuenta el fundamentalismo del todo o nada dejó al PRD aislado en la oposición permanente, por cierto un enfoque muy trotskista de la vieja izquierda. En cambio, el PRI y el PAN aprovecharon las nuevas formas de negociación legislativa y optaron por la revalidación del parlamentarismo.
La oportunidad de las leyes secundarias de las reformas estructurales constitucionales fue la última para el parlamentarismo: el PAN aprovechó el tiempo para sacar ventajas en leyes electorales, el PRI avanzó en su reforma del modelo de desarrollo y el PRD de nueva cuenta se quedó sin nada.