El joven economista

Con nostalgia, traigo ahora un texto mío ¡de 1967!, que creo que todavía es pertinente para todo joven profesionista.
Cada año salen de la escuela de Economía —y de las diversas escuelas de economía del país— jóvenes economistas deseosos de hacerse un prestigio y servir a la sociedad. El camino para lograrlo es azaroso y frecuentemente conduce a la frustración y el desengaño.
Los buenos deseos y las ambiciones legítimas se ven abatidos muchas veces por el dinero fácil, el oportunismo o, en el mejor de los casos, el tedio burocrático.
Creo que lo anterior puede deberse, en parte, a una falta de apego a la realidad, casi inherente a los jóvenes que empiezan a labrarse un porvenir y, en mayor grado, a las condiciones sociales existentes.
Tal desconocimiento de la realidad a la que se van a enfrentar abarca desde el no saber cuáles son las propias capacidades, lo que ocasiona la sobrees-timación de los horizontes personales de realizaciones, hasta la ignorancia del medio en que se van a desarrollar, pasando por el desprecio a las limitaciones que se encontrarán.
Paulatinamente, al irse dando cuenta de las verdaderas condiciones sociales existentes y al ver achicarse cada vez más el horizonte de realizaciones, la desesperación puede hacer presa de ellos y forzarlos a ceder en sus convicciones, antes fieramente defendidas.
El economista recién egresado tiene el deber de no traicionarse a sí mismo y no traicionar a la sociedad a la que pertenece.
Debe estar convencido de que su labor si es honesta no importa que sea pequeña, pues así contribuirá más eficazmente al mejoramiento colectivo. No es el camino de la desesperanza el que debe seguir.
Seguramente se encontrará con que se cometen infinidad de injusticias, ya sea a él o a otros, pero si a esto reacciona queriendo emular a quienes las cometen, su falta es doble. Al contrario, deberá luchar, desde la avanzada que le corresponde, para eliminar todas las trabas que se opongan al justo desarrollo de la sociedad.
El joven economista no debe ser a fuerza un transformador social en el sentido más ortodoxo del término. Su labor puede ser igualmente valiosa si se dedica con tesón y honestidad, con deseos de perfección, al trabajo que se le ha encomendado.
Y es que ser revolucionario social implica el sacrificio de todo en aras de ese fin.
Así, es claro que no todo economista recién egresado puede ser un revolucionario en este sentido aunque, claro, el que tenga conciencia de que esa es su vocación, debe abrazarla sin pensarlo mayormente.
Pero, todo aquel que sienta que su ánimo no resistirá los embates a los que se verá sometido, que renuncie al ropaje revolucionario, con la seguridad —y la tranquilidad que eso le traerá— de que hará mucho mayor bien esta actitud a la causa social, y de que evitará el repugnante acontecer de las retractaciones, cinismos e hipocresías posteriores.
Es probable que el joven economista se vea empujado —o hacia allá lo lleven sus preferencias— a trabajar en la iniciativa privada. ¿Cuál es la actitud que él debe tomar en tales circunstancias?, ¿es incompatible su vocación humanista y el desempeño de tales labores?
El joven economista no tiene alternativa, debe dar lo mejor de sí mismo en el cumplimiento de sus funciones, teniendo presente siempre el humanismo que le es consustancial.
Ésta no es una evasión de problemas o de obligaciones; es simplemente la división del trabajo intelectual de modo de lograr la máxima productividad social, sin las frustraciones y desengaños que cualquier otra actitud acarrearía.
Tampoco lo anterior implica que el joven economista se desligue completamente del ente social del que forma parte; en cualquier momento en que la ocasión objetiva lo amerite, debe responder valientemente y con energía a los requerimientos de la sociedad.
Muchos de los recién graduados economistas habrán de engrosar las filas de la burocracia. Aquí tendrán que luchar denodadamente contra la pérdida o el arrebatamiento de sus ideales.
Es una contienda ardua que, seguramente, no deja muchos dividendos monetarios, pero que trae consigo la satisfacción del deber social cumplido y las posibilidades de influir positivamente en todos los órdenes del desarrollo social.
Lo único que necesita es una pequeña dosis de determinación y de espíritu de servicio para lograr que no lo absorba el medio, para quitar del camino el abyecto servilismo que lo obstruye, para triunfar.
El joven economista necesita una actividad complementaria para su cabal desenvolvimiento: la docencia. Es en la cátedra desde donde puede él sembrar la semilla del progreso, al mismo tiempo que renueva constantemente su espíritu, impidiendo que se aleje de la realidad de su tiempo.
El contacto con las nuevas generaciones y su sensibilidad al mismo serán los canales de renovación.
La lucha contra la obsolescencia de los conocimientos que ha de impartir lo hará más útil a la causa social y lo preparará para el eventual momento de la trasformación.
Obre así el joven economista y estará contribuyendo mejor que de cualquiera otra forma al perfeccionamiento social.
Mucho le ayudarán en esta tarea el deseo de superación que no lo debe abandonar y el conocimiento de su verdadera capacidad.
El primero le será útil para evitar el estancamiento, la parálisis burocrática; el segundo, le reforzará el ánimo para alcanzar el puesto adecuado a dicha capacidad y, mientras tanto, le enseñará a ser paciente y a trabajar con gusto en los puestos inferiores, pero también sin conformismo.
No hay que olvidar, en fin, que una posición prominente es fruto de años de esfuerzos y nunca es resultado de la improvisación.