Muchos de los dilemas contemporáneos que como sociedad enfrentamos tienen que ver con la forma en que decidimos abordar una buena parte de los problemas de la así llamada Agenda Pública.
Esto no es otra cosa que reconocer que una buena parte de las energías sociales se consumen en largas y no siempre productivas charlas, debates, consultas y discusiones en torno al tipo de recursos que queremos aplicar para atender problemas como el hambre, la contaminación, la pobreza, la injusticia, y la mala calidad educativa, por citar unos cuantos ejemplos.
Desde una perspectiva crítica, muchos de estos debates podrían ser considerados inútiles y hasta innecesarios. No obstante, también es cierto que este tipo de ejercicios suelen aportar más beneficios que los directamente relacionados con la definición de metas o acuerdos sociales.
Están ahí los efectos que sobre la formación de los ciudadanos tiene el formar parte de comunidades activas y dialogantes, o el aprendizaje colectivo que deriva de la conjunción de saberes y opiniones.
En tiempos recientes, una de las cuestiones que sin duda se ha beneficiado más de los efectos positivos del diálogo colectivo es la relativa al desarrollo de estrategias de comunicación y de modelos de gestión institucional.
Estos dos campos constituyen importantes campos de experimentación y apropiación de experiencias compartidas.
Un ejemplo de ello lo constituye lo que en ciertos círculos académicos y burocráticos ha venido a ser conocido como el paradigma emergente de la Prevención Social. Por prevención social se entiende –siguiendo a lo planteado por los expertos del Programa Hábitat de las Naciones Unidas y la Universidad Alberto Hurtado de Chile– todas aquellas estrategias de acción colectiva que dan un mayor peso a la realización de diagnósticos sobre los riesgos que existen en las estructuras sociales y productivas, para su posterior atención antes de que se manifiesten como conflictos, tensiones o violaciones a los derechos de individuos u organizaciones.
Estos diagnósticos se centran en identificar potenciales articulaciones de intereses, decisiones y recursos que podrían asumir un tono o configuración conflictiva y hasta violenta, o discurrir como acciones que se alejen de los propósitos o las finalidades definidos como los válidos o legítimos.
El sentido social de este tipo de estrategias reside en que, una vez que los diagnósticos revelan la existencia de riesgos, las acciones a tomar para evitar que se tornen conflictivos pasan casi siempre por el uso de la participación de las personas y las organizaciones involucradas o afectadas por el proceso en cuestión.
De esta manera, se asegura tanto la divulgación del conocimiento de los riesgos identificados, como la publicidad de las acciones preventivas o correctivas, según sea el caso.
Lo relevante del paradigma emergente de la Prevención Social es que, como pocas estrategias contemporáneas, es producto del avance en el conocimiento y de la aplicación del mismo a situaciones reales.
Si bien las experiencias de mayor valor se refieren a casos relativos al combate a la pobreza, a programas alimentarios y, más recientemente, a la prevención del delito y la delincuencia, no puede menospreciarse su sentido trascendente como una metodología que integra herramientas anteriormente dispersas.
Al ser la articulación efectiva de capacidades de diagnóstico, tácticas participativas y principios preventivos, el paradigma de la Prevención Social constituye un avance incuestionable en el desarrollo de mejores estrategias de gestión y de atención de los asuntos públicos.
Por si esto no fuera suficiente, adopta además una lógica cíclica de repeticiones sucesivas de diagnósticos, acciones participativas y aplicaciones de los principios preventivos, lo que le da el carácter de un círculo virtuoso y positivo.