Dudas y certezas de la reforma energética

La aprobación mayoritaria de las leyes secundarias en materia energética deja al menos tantas preguntas como respuestas. Como otras transformaciones, no admite lecturas maniqueas, en blanco y negro.
La nueva legislación implica un cambio radical respecto a lo que los mexicanos hemos vivido por décadas, con un sector monopolizado –con cada vez más matices- por las dos grandes empresas paraestatales. Y los cambios resultaron más profundos que lo propuesto originalmente por el Ejecutivo Federal (dejaremos a los especuladores decidir si esto ya estaba previsto o si el maximalismo perredista empujó hacia ello).
Ahora tendremos un sector energético regulado, pero con apertura a la competencia, con empresas estatales que tendrán que cambiar radicalmente su manera de actuar y con los consiguientes cambios en la lógica fiscal y en los mercados ocupacionales del sector. No serán modificaciones menores.
También habrá, seguramente, un notable aumento en la inversión privada, tanto nacional como extranjera –y no solamente en el sector-, lo que contribuirá en el corto plazo a un repunte económico que puede sacar al país, así sea temporalmente, del estancamiento estabilizador que hemos vivido en los últimos tres lustros.
Pero falta por ver qué sucederá con varios supuestos cruciales de la reforma: los precios de los energéticos, la transformación de la lógica fiscal (y por ende, de la lógica de política económica) y el futuro de Pemex y la CFE.
Sobre lo primero, ha habido mucha propaganda y poca información. Es dudoso, por decir lo menos, que los precios de la gasolina bajen. Ni el comportamiento del mercado lo indica, ni mucho menos la necesidad gubernamental de disminuir el subsidio. Esto no es, en sí, una mala noticia. Afortunadamente, en los años recientes, los aumentos paulatinos al precio de las gasolinas no han impactado de manera notable la inflación. En otras palabras, los precios relativos se han movido y la economía ha asumido precios más razonables para los hidrocarburos.
Tampoco es de esperarse que haya una baja notable en los precios de la electricidad. Las inversiones asociadas a la reforma energética harán que disminuya el costo de la producción eléctrica, pero ésta no siempre se traducirá en menor precio: por un lado, influirán los mercados; por el otro, seguramente veremos una reducción del subsidio gubernamental al consumo. Aquí la clave será la negociación con el sector industrial, que es, de lejos, el más grande consumidor: lo conducente es no subsidiarlo (y hacerlo solamente, y cada vez menos, en el sector doméstico).
Lo ideal sería la combinación de estabilidad de precios y reducción de subsidio. Lo ridículo sería combinar la apertura con el subsidio indiscriminado a los grandes consumidores, bajo el argumento de que éstos requieren bajos costos para dignarse a invertir. Donde sí debería haber una caída de precios en el mediano plazo es en el gas (al cabo que las gaseras hace rato se cubrieron).
Un cambio fundamental, que probablemente genere ruido a finales de sexenio, es el que se tendrá que dar en materia fiscal. Durante años, ha sido posible cierta lasitud en esa materia debido a que se ha exprimido fiscalmente a Pemex hasta el tuétano. Eso es algo que ya no va a ser posible, a menos que quisiéramos de plano destruir la paraestatal –cosa que no conviene–. Y es algo que obligará a repensar, de nuevo, la estructura impositiva del país.
Los efectos de mercado de la reforma energética tomarán algunos años, que son una ventana de oportunidad en materia fiscal-presupuestal. Habrá inversiones generadoras de impuestos y todavía tendremos, para efectos prácticos, monopolios paraestatales. También habrá una disminución en subsidios. Pero ya no se podrá pensar en guiar el presupuesto a partir del precio internacional del petróleo. En otras palabras, habrá un respiro y el presupuesto ya no estará tan petrolizado.
La pregunta relevante a hacerse es, terminada esa ventana, si las fuerzas políticas del país serán capaces de armar un presupuesto racional que ya no esté petrolizado. Un presupuesto en el que no sea tan sencillo aumentar partidas y repartir prebendas a partir de supuestos sobre el precio del crudo (sobre el monto, siempre creciente, de impuestos pagados por Pemex). Si lo logran, será un ejercicio muy sano, y la muestra de que el país dio un importantísimo salto cualitativo hacia adelante. Pero eso será si lo logran.
Una cuestión fundamental es el futuro de Pemex y la CFE. Al primero se le pone a competir en condiciones adversas. Se le dan algunas salvaguardas elementales y se prevé que desarrolle una serie de joint ventures que pueden resultar exitosas. Pero no hay (o cuando menos, no se ve) una reingeniería interna para hacer a la empresa más eficiente y competitiva. Existe el peligro de que el personal técnico capacitado sea atraído por los socios-competidores y que Pemex se quede con mucha burocracia y poca capacidad productiva (en esto podemos contar, de antemano, con la complicidad sindical). La perspectiva, a la larga, de una empresa paraestatal que funciona más como conexión para contratistas que como productora propiamente dicha es para preocuparse. Con CFE sucede algo similar (y el sindicato para allá apunta, también), aunque en proporciones menores.