Un migrante en cada hijo te dio

Qué tiene que ocurrir para que unos padres permitan o —lo que es peor— alienten a que su hijo, niño o adolescente se juegue la vida en la aventura de recorrer cientos de kilómetros de territorio hostil con el propósito de incursionar en Estados Unidos? La inmensa mayoría de los padres que leen esta columna lo pensarían dos veces antes de permitir que su hijo fuera a una tienda ubicada a dos o tres cuadras de distancia si tuviera que atravesar una calle de tráfico intenso. La inmensa mayoría comenzaría a preocuparse si no tiene a la vista a su hijo cinco o diez minutos.
Qué tiene que pasar, repito, para desmontar la red de protección y lanzar a los niños al vacío que supone atravesar países enteros rodeados de peligros incalificables, pues pueden ser ––con frecuencia lo son–– víctimas de grupos criminales dedicados a la trata de personas. ¿Cómo pueden conciliar el sueño? La respuesta, la única que se me ocurre, es que el riesgo de quedarse en casa sea incluso mayor que el peligro de emprender la travesía, lo que supone un drama humanitario pocas veces visto en la historia.
Un drama que está ocurriendo ante nuestros propios ojos, en territorio mexicano, que es usado cada año por miles de niños provenientes de países de América Central, sobre todo Honduras y El Salvador, que tienen la idea desorbitada de llegar a la frontera. La migración es un problema enorme que los mexicanos, por desgracia, conocemos muy bien. Deriva del colosal desequilibrio entre la economía de Estados Unidos y las economías de los países al sur de su frontera, comenzando por México, pero también todos los de Centroamérica. Pero el aspecto diferente, el de los niños que viajan solos, sin compañía de adultos, hablo de más de 50 mil niños interceptados en seis meses, más los que lograron cruzar y los que están deambulando en alguna parte de nuestro territorio, le adjunta rasgos de catástrofe que pone en evidencia el fracaso de las políticas de migración, pero también las de seguridad y promoción del desarrollo económico y social de los países del área. El tema saltó a las primeras planas de los diarios de todo el mundo cuando los albergues acondicionados a toda prisa por autoridades norteamericanas, sobre todo en Texas, para concentrar a los niños y adolescentes detenidos, resultaron insuficientes. El problema se hizo visible. La imagen de los infantes tirados en camastros, esperando su turno para ser deportados, nos colocó de golpe ante un fracaso colectivo de dimensiones estremecedoras.
Cada país tiene una parte de responsabilidad. Quedó claro, por ejemplo, que México no tenía, por lo menos hasta antes de la puesta en marcha del programa de la Frontera Sur, ningún tipo de control en esa región por la que pasaba todo y de todo. Cómo es posible que ninguna autoridad municipal, estatal o federal detecte el desplazamiento de miles de niños, o si lo detectan, cómo es posible que no hagan nada. Con el tema en los medios las autoridades de los países implicados reaccionaron. Todos sin excepción se dijeron consternados, acongojados, indignados, afligidos y todo lo demás y se declararon resueltos a tomar medidas, cada quien según su óptica. Hasta este día no hay nada claro, además de las vestiduras rasgadas. El tema llegó hasta el Vaticano y el papa Francisco pidió que por lo pronto los niños sean protegidos y reciban atenciones mínimas como agua y comida.
Como era de esperarse, los norteamericanos se concentraron en el flanco militar. Jefes de comandos y funcionarios de la Secretaría de la Defensa viajaron a la zona de conflicto, o sea, la frontera de México con Guatemala, para instrumentar acciones de contención. No sorprende que usen el tema de pretexto para incrementar su intervención directa en la zona. Uno supondría que si se logra que los niños tengan un entorno más favorable no dejarían sus casas y que la respuesta son políticas de desarrollo y lucha contra la pobreza, pero no. Como es del dominio público, el debate sobre la reforma migratoria está empantanado en el Capitolio, donde los republicanos han dicho no pasa y no pasa. Retrasan una decisión, la de regularizar a los migrantes, que tarde o temprano tendrá que tomarse. Mientras más tiempo dejen pasar, los costos serán mayores. Los gobiernos de los países centroamericanos han hecho poco, además de quejarse y pedir más ayuda. Los países de Centroamérica que expulsan niños migrantes tienen el común denominador de padecer una debilidad institucional probablemente irreversible. En ellos las bandas del crimen organizado, vinculadas al tráfico de drogas, pero también a otros delitos graves, imponen condiciones. Los gobiernos asumen tareas administrativas, pero el poder está en otro lado. Muchos de los niños que migran lo hacen, según se asegura en testimonios, para eludir el peligro de ser reclutados y sumarse a las mafias.
Desde luego no se trata de un problema de fácil solución. Es un problema que involucra a varios países y que necesita, desde luego, de acciones conjuntas, quizá coordinadas por la Organización de las Naciones Unidas. México no tiene otra opción que imponer orden en su frontera sur. Se dice que nadie intenta blindarla, de acuerdo, pero tampoco puede seguir siendo tierra de nadie sujeta a la ley del más fuerte. Puede detenerse a los niños, pero si es para devolverlos al entorno de pobreza e inseguridad en sus comunidades de origen intentarán cruzarse las veces que sea necesario. Lo que lleva a concluir que se requieren políticas públicas patrocinadas por la comunidad internacional, tendientes a combatir la pobreza y la inseguridad en los países expulsores. Si no se arregla el problema en sus lugares de origen, los niños migrantes seguirán exponiendo al mundo nuestro fracaso colectivo.