La decisión del gobierno federal de arrestar, por diversos cargos, a José Manuel Mireles, una de las cabezas visibles de las llamadas autodefensas de Michoacán, ha generado reacciones encontradas y francamente absurdas. No tiene mucho sentido insistir en las muchas contradicciones e incluso delitos que uno encuentra en la biografía de Mireles antes de 2012, pues es un hecho que el sistema de procuración de justicia en México, plagado de errores, corrupción e ineptitud, hace muy difícil que quienes han decidido apoyar a Mireles acepten que fue narcotraficante y que formó parte de las misma política local michoacana en que se confunden con tanta facilidad los políticos (él fue en dos ocasiones candidato) y narcotraficantes.
Contra la opinión de muchos observadores, la Secretaría de Gobernación federal decidió, a principios de 2013, hacer de Mireles y otros cabecillas de las autodefensas socios de un proceso que debía llevar a pacificar a Michoacán. A Mireles, como a otros líderes de autodefensas, el gobierno federal les ofreció una salida institucional, que les garantizaba impunidad por cualquier exceso que hubieran cometido antes. Esta hipótesis no es descabellada dada la naturaleza de las autodefensas como administradoras informales de justicia. No sólo eso, les garantizaba también inmunidad por posibles excesos que cometieran una vez integrados a los cuerpos de rurales que se resucitaron, en buena medida, para acomodarlo a él.
En todas las ocasiones en que el gobierno federal le tendió la mano, Mireles respondió con una actitud caprichosa y contradictoria. Más tardaba en acordar algo con representantes del gobierno federal que en aceptar alguna solicitud de entrevista en la que contradecía, minimizaba e incluso descalificaba lo que sea que hubiera negociado con el gobierno federal. ¿Qué sentido tenía continuar en esa lógica? Ninguno. Además de banalizar las negociaciones con el gobierno, la última decisión de Mireles fue realizar, una vez más, actos de justicia por cuenta propia al “tomar” el pueblo de La Mira con 300 personas armadas. No sólo rompió—una vez más—los acuerdos que limitaban el papel de las autodefensas a ser, como parte del Cuerpo de Rurales, auxiliares de las Fuerzas Armadas. Mireles anunció ese 26 de junio de 2014 que era el primer paso para tomar después Lázaro Cárdenas y, posteriormente, Morelia.
Más allá de confirmar en esa nueva ronda de contradicciones que no es un socio confiable, Mireles dejó en claro que lo suyo no es contribuir a la pacificación de Michoacán, que lo último que necesita son grupos armados que cumplen capricho de sus líderes.
Tristemente, y esto es lo que tendría que preocupar verdaderamente a las autoridades, hay en el ánimo de sectores de la opinión pública mexicana una indisposición casi total a creer en lo que sea que el gobierno federal o los de los estados hagan en materia de justicia. La manera en que ha prendido en las redes sociales la idea de que Mireles es un “preso político” y un “mártir” al que se le tiene que proteger del gobierno federal, habla de qué tanto se ha desgastado la confianza el gobierno federal y los funcionarios públicos. También tendría que servir como acicate para que el mismo gobierno federal y el de Michoacán comprendan qué tan grave es la crisis que se vive en el estado y reconocer que no bastan las soluciones de contención de la pobreza, como la Cruzada Nacional contra el Hambre, que no vayan acompañadas de medidas para crear empleos, mejorar la educación, reconstruir el tejido social y resolver problemas añejos como la pésima infraestructura de transporte en el sur de Michoacán.