Los mexicanos llevamos décadas oyendo las “denuncias” mediáticas sobre ese horror sin nombre que es el viaje de miles de hombres y mujeres centroamericanos de todas las edades, que intentan atravesar el territorio nacional de sur a norte, sobre el lomo de “la bestia”, el tren de carga que hace el viaje desde la frontera con Guatemala hasta el centro del país, expuestos a todas las inclemencias del tiempo (viento, lluvia, frío o calores infernales) y a todo tipo de peligros y vejaciones como el robo, el secuestro, las violaciones y el asesinato, sin que nadie se haya ocupado hasta hoy de tomar alguna medida eficaz para erradicar, o cuando menos para paliar, el lacerante problema humano que eso representa. En las últimos semanas, se ha puesto de moda otra campaña de lamentos y “denuncias” que forma algo así como el “siguiente capítulo de la serie” que podríamos titular “el drama de los migrantes”; me refiero a la “crisis humanitaria” de miles de niños, entre ellos muchos mexicanos, que han sido detenidos en territorio norteamericano, por haber cruzado solos e ilegalmente la frontera, y recluidos en “centros de detención para migrantes” que no son ni siquiera verdaderas cárceles, sino auténticas perreras donde las criaturas viven hacinadas sin cama, sin cobijas, sin ropa, sin alimentación suficiente, sin espacio bastante para dormir o descansar, sin instalaciones con capacidad para el aseo personal de todos y con derecho a “tomar sol” durante 15 minutos al día.
¿Qué hacen o qué esperan ahí esos niños? Según las autoridades a cuyo cargo se encuentran, esperan que los reclame algún familiar, residente legal y con un empleo fijo y seguro, o, a falta de éste, la deportación a su lugar de origen, aunque nadie precisa ni cómo ni cuándo será eso.
Cansa y subleva este nuevo escándalo mediático por tres razones. Primero, porque, igual que en el caso de “la bestia”, todo se queda en puro ruido para consumo de la opinión pública, sin pasar nunca al terreno de los hechos contantes y sonantes, sin que nadie se ocupe de hacer caso e instrumentar medidas a la altura y urgencia del problema; segundo, por el tono sensacionalista, de “verdadera sorpresa” con que se narran y se abordan los hechos, como si verdaderamente se tratara de algo inusitado, jamás o muy pocas veces visto con anterioridad y, además, impensable en una época en que están de moda los derechos humanos y en una nación rica y abanderada principal de tales derechos, como son los Estados Unidos; tercero, porque el excesivo escándalo mediático no parece obedecer al deseo de exhibir el problema en toda su crudeza y llamar así la atención de quienes deben atenderlo, sino para esconder, para mantener en la sombra las causas orgánicas, estructurales, que lo generan y lo explican.
Sobre lo primero, y volviendo al viaje martirizante y azaroso de los migrantes centroamericanos a lomos de “la bestia”, cabe preguntar: ¿qué resultado concreto han tenido las reiteradas denuncias sobre el caso? ¿Alguien se ha molestado en acusar recibo de las denuncias y en siquiera bajar a esa pobre gente del lomo de “la bestia” para darle un lugar más seguro y abrigado dentro de los vagones? ¿Por qué el “socorro” a los migrantes sigue estando en manos de particulares, de instituciones “piadosas” e incluso de mujeres del pueblo que se organizan para prepararles y entregarles bolsas de plástico con comida?
¿Cuántos delincuentes comunes y sobre todo policías o agentes de migración están en la cárcel por omisión o por comisión de delitos contra esos migrantes desamparados? ¿Y por qué los medios se conforman con “denunciar”, cuando pueden exigir medidas precisas para remediar lo que les consta y denuncian? Y si se alegara que el gobierno mexicano no puede tomar en sus manos la protección de los migrantes porque ello alentaría la migración y nos enemistaría con los norteamericanos, habríamos de preguntar, entonces, ¿qué se está haciendo en nuestra frontera sur para detener el flujo a tiempo y en el lugar adecuado? ¿Y no resulta lógico esperar que ocurra lo mismo con el actual escándalo sobre los niños migrantes?
En relación con el tono de “auténtica sorpresa”, hay que decir que la brutalidad y falta de compasión de la policía norteamericana para los migrantes “ilegales” y otros seres “inferiores” provenientes de los países pobres, no es nada nuevo para los mexicanos; por el contrario, lo sabemos muy bien por haberlo sufrido en carne propia y en repetidas ocasiones en nuestra frontera norte. Tampoco ignoramos el carácter brutal y la insensibilidad de las fuerzas armadas norteamericanas, manifestados en su trato a los vencidos y prisioneros de los países débiles que invaden.
Baste recordar, por ejemplo, a los soldados norteamericanos orinando sobre el cadáver de un “talibán” recién abatido por ellos, en Afganistán; o las espantosas torturas y vejaciones en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak, o las torturas y detenciones, sin juicio ni condena formales, de los presos en la base de Guantánamo, en Cuba, y mucho más. En la sociedad norteamericana no rigen la solidaridad, la compasión por el desvalido y la ayuda mutua, sino el más feroz individualismo, el rásquese cada quien con sus propias uñas; allí no importa salvar al débil sino garantizar la sobrevivencia del más fuerte, como lo prueba lo ocurrido en Nueva Orleans con el huracán Katrina, o en Nueva York con un huracán más reciente: la ayuda oficial y colectiva a los damnificados nunca llegó. Ni llegará.
¿De dónde nace, entonces, la “sorpresa” por el trato que dispensan a los niños detenidos?
Pero lo más grave es que nadie habla de la verdadera causa del fenómeno, que no es otra que la espantosa pobreza generalizada de los países expulsores de esa gente. En ellos (como en México, aunque con algunas atenuantes) la economía no funciona, no crece ni genera los empleos ni los niveles de salarios que la gente necesita; mientras que las inversiones de los gobiernos en servicios urbanos, prestaciones, educación, salud, vivienda y alimentación, son casi inexistentes. El aparato productivo no crece porque no hay ahorro nacional; depende, por tanto, de la inversión extranjera.
Pero es precisamente ésta inversión la que exige los bajos salarios, cero impuestos, energía, materias primas, agua y terrenos a precio de regalo, como condición para asentarse en el país que la reclama, a pesar de lo cual tampoco generan empleos suficientes ni bien pagados. Esto es lógico si se piensa que ellos no producen para el mercado interno, sino para el mercado mundial y, por tanto, les tiene sin cuidado la pobreza generalizada y el mercado interior deprimido.
Así pues, la pobreza crece y se profundiza inconteniblemente; y con ella y a causa de ella, el narcotráfico, los secuestros, el robo con violencia, los saqueos a domicilios, los asesinatos, las extorsiones y, en consecuencia, la inseguridad y el terror que hacen huir a la gente en masa. Por eso está dispuesta a padecer el infierno de “la bestia”, los abusos y crímenes del hampa mexicana, las balas de la border patrol y las perreras donde los hacinan los yanquis, antes que aguantar el infierno en su país. Se ve, pues, que la culpa no es sólo del capitalismo y los gobiernos locales, sino de modo muy destacado, del capitalismo mundial.
El remedio no es sencillo pero sí obvio: cambiar de modelo económico y acabar con la dependencia excesiva del capital norteamericano buscando otros mercados y otras fuentes de financiamiento. Si no, las denuncias aparatosas de los medios seguirán siendo hipocresía pura, negocio con el dolor ajeno y, al final, como hasta hoy, agua de borrajas.