No puede haber imagen más emblemática de los tiempos que corren, en que los gobiernos, ante su propia incapacidad, optan por la privatización creciente y ceden partes cada vez más importantes de la gestión gubernamental a las empresas privadas, que la decisión en 2010 del Gobierno del Distrito Federal, con la anuencia del gobierno federal, de concesionar a una operadora de restaurantes el Monumento a la Revolución, que “así se está redescubriendo como un buen negocio, atractivo y autosustentable” (reportaje de Arely Sánchez, Reforma, 1jul14). No importa, claro, que se distorsione su simbolismo patrio (igual que el Zócalo, entregado al populismo político).
El problema, generalizado en todo el país y en los tres órdenes de gobierno, no es en sí la participación creciente de las empresas privadas en la gestión de los asuntos públicos dada la gran complejidad que han adquirido las sociedades modernas y la necesidad consecuente de la participación activa del sector empresarial en muy diversas facetas, sino que en México desde hace mucho ese proceso sigue a la letra el modelo de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas, con lo que el gobierno pierde la fuerza política y los recursos financieros necesarios para cumplir con sus responsabilidades esenciales de combatir la desigualdad económica y social, de actuar como defensa de la sociedad frente a los tremendos altibajos de un sistema económico globalizado.
Se privatizan las ganancias de la gestión pública de muchas maneras. Una, porque al concesionar las obras o servicios se da preferencia a las ganancias empresariales inmediatas y no se atienden como se debiera, con objetivos y planeación de largo plazo, los principios y lineamientos del desarrollo sustentable en materia económica y técnica, territorial y urbana. Así, tenemos innumerables ejemplos de vías de comunicación mal trazadas, de obras que invaden cada vez más suelos y derechos de comunidades y/o productores agropecuarios, de empresas mineras que contaminan fuertemente aguas y superficies de sus concesiones, de obras que distorsionan fuertemente los entornos urbanos, arrasamiento de territorios que la sustentabilidad ambiental recomendaría proteger.
Y luego está la mala calidad de los servicios prestados o las obras construidas, problemática no tan sólo presente en nuestro país, pues en reciente artículo el profesor estadunidense de ingeniería Henry Petroski parece estar refiriéndose a nuestras obras públicas privatizadas: “estos días la palabra ´infraestructura´ se asocia mayormente con grandes y extensas obras públicas: aeropuertos, puertos y sistemas carreteros. Aunque juegan una función clave en el bienestar económico de la nación, estas obras con mucha frecuencia están pobremente diseñadas, construidas, mantenidas y financiadas… prácticas que favorecen el uso de insumos y mano de obra de mala calidad… (por parte de) desarrolladores inmobiliarios, prestamistas, constructores y corredores de bienes raíces quienes, para hacer dinero rápido crean infraestructura que es un desperdicio de recursos y no durará… Comprensiblemente, mucha gente se asombra… de cómo baches reparados a las prisas reaparecen en semanas, sino es que en días; de por qué una carretera repavimentada hace poco se siente como un lavadero; por qué un puente que parece perfectamente en servicio es reemplazado cuando el camino que a él conduce está en peores condiciones; y por qué parece nunca completarse un proyecto carretero” (New York Times, 26jun14).
Ni qué decir que en México la “mala calidad de la mano de obra” se debe referir, además de que no se le capacita o prepara técnicamente, a los bajísimos salarios asignados a los trabajadores por las empresas que los contratan, y al escamoteo de prestaciones laborales de ley, escudadas muchas veces en el prevaleciente esquema de “outsourcing”, tolerado impunemente aún en dependencias gubernamentales.
Todo esto se asocia, por supuesto, con la rampante corrupción con que se concesionan o manejan muchas de estas obras (o servicios); los moches por lo bajito para asignarlas a los cuates; la aceptación de las mismas sin los debidos controles de calidad O la discrecionalidad administrativa para decidir su realización, muchas veces a precios superinflados. No en balde advierte el ex auditor superior de la Federación, Arturo González de Aragón. Que “México debe dejar de ser ´la República de la impunidad´, un país ahogado en la corrupción donde el saqueo impune del patrimonio público es una constante… mientras no se atienda esa problemática de fondo, ninguna de las reformas estructurales aprobadas tendrá efecto”.
Y éste es el modelo que se quiere seguir en los proyectos que se busca implantar en el país con base en la reforma energética, empeorado con la pretensión de que sean las empresas extranjeras las que saquen el buey de la barranca, es decir, las que se lleven la mejor parte del pastel. Y petrolizando aún más la economía mexicana. ¿Por qué no dedicar mucho más recursos y esfuerzos a las actividades agropecuarias, a la educación y capacitación tecnológica de los mexicanos, para aumentar nuestra productividad y lograr la autosuficiencia alimentaria, esenciales en la competencia en un mundo cada vez más poblado? Con una bienvenida participación activa del empresariado privado, si comparte el objetivo de un México más igualitario. ¡Pero no hasta el año 2050, como pronostica el secretario general de la OCDE, José Ángel Gurría!