José Vicente Anaya: el poeta en estado silvestre

Ciudad de México. Certero y entrañable reporte sobre la vida y la obra del poeta recientemente iniciado en esos tiempos sin fecha ni linderos, José Vicente Anaya (1947-2020), ‘beatnik’ convencido, infrarrealista a su pesar, traductor de Allen Ginsberg y Jim Morrison, y editor tenaz, que se ganó a pulso “un lugar muy suyo” en la poesía mexicana de nuestro tiempo.

José Vicente Anaya fue el primer poeta que conocí en estado silvestre cuando inicié mi primer y único año de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 1972. Hasta entonces sólo conocía poetas in vitro, como yo mismo, unos pocos condiscípulos y un maestro verdadero, el poeta jesuita Mauricio Brehm.

“La única poesía que importa es la que escriben los locos con su excremento en las paredes del manicomio”, proclamó Vicente un día en la clase de Huberto Batis, el único maestro memorable de ese período. Huberto enfureció, pero a mí me pareció una provocación acertada. Pronto nos hicimos amigos. No que hubiera mucho de dónde escoger en el turno matutino. Como en los cines, una cosa era la matiné y otra el turno vespertino, donde toda la acción ocurría. Allí aterrizaron mis compañeros Marcelo Uribe, Bernardo Ruiz y Jorge Álvarez Fuentes, menos poeta que filósofo, luego bibliotecólogo y después diplomático de carrera.
Ellos se relacionaron con la concurrencia vespertina de Adolfo Castañón, editor de la ultraculta revista Cave Canem y de quien se decía “es el nuevo Alfonso Reyes”, Coral Bracho, Vicente Quirarte, Luis Chumacero, Marco Antonio Campos cuando se alejaba de Derecho. Un espacio donde gravitaban Rubén Bonifaz Nuño, Eduardo Nicol, Adolfo Sánchez Vázquez, Sergio Fernández, y uno se topaba con Salvador Elizondo en la cafetería. Huberto Batis también enseñaba en las tardes y andaba reclutando a gente externa como Alberto Blanco y Guillermo Sheridan.
Las mañanas eran un páramo que yo paliaba volándome las clases para escuchar en el auditorio Che Guevara los ensayos de la Filármónica de la UNAM dirigidos por el todavía no mítico Eduardo Mata, joven promesa. Me encantaba estar ahí. Fuera de dos compañeras estudiosas y enamoradas de los libros, Cecilia Pérez Grovas y Lucy Caruz, o del acelerado de Gordon Ross. Nadie irradiaba como José Vicente, con su voz fuerte y suave, con el acento de su tierra algo diluido, sus modales paradójicos.