Tiempo, dioses y vida en los códices de los mexicas

La escritura, al ser un medio de comunicación, cumple funciones socioculturales; es a la vez producto y tiene injerencia en la realidad, en el caso de la cultura mexica, la religión era indisociable de ambas. “De hecho, el eje en torno al cual se organizaban la vida y la imagen ejemplar ere el culto, las ceremonias y los ritos dedicados a las divinidades”.
La visión religiosa mesoamericana había alcanzado un alto grado de desarrollo y contaba con un complejo panteón de deidades, a las cuales se les otorgaban atributos iconográficos particulares que adquirían formas corpóreas en las imágenes que habitaban los templos. Tales atributos eran otorgados por una jerarquía de especialistas religiosos que supervisaba la observación de todo un calendario de actividades, procesiones y vestimentas durante todo el año.
El tiempo y la palabra
En medio de tales espacios la misión de la escritura fue trascender el tiempo. Sabemos que para los mexicas el tiempo era vital y cíclico, donde se distinguían tres tipos de tiempo: el previo al origen, el del origen y el del hombre. El tiempo del hombre era cifrado en ciclos calendáricos, resultado del conocimiento astronómico mesoamericano y regía las relaciones entre el tiempo del hombre y el de sus creaciones.
El tiempo que trascendía al hombre nunca tenía un fin y continuaba su propio recorrido, [3] pero existía una correspondencia entre ese tiempo de los ciclos cósmicos y los tiempos del hombre que convergía en un espacio que mediaba entre las fuerzas divinas y terrenales. El tiempo de lo suprasensible se entretejía con el mundano. Las linealidades no eran privilegiadas y como el retumbar del tambor, la vida era parte de ese rito que terminaba y se renovaba constantemente.
La escritura no era ajena a ésta configuración, pues a través de ella se intentaba anular la fugacidad temporal. Es entonces fácil comprender que para los mexicas tuviera un valor trascendental. Aquello que se escribía sería recitado más tarde en algún otro momento, es decir, trascendería los ciclos de un hombre, de una generación o varias. Por lo tanto, nos dice Amos Segala, la escritura constituía una herramienta propia de los dioses –se atribuye su invención a Quetzalcóatl–, que era prestada al hombre para que a través de ella cumpliera con los ritos que debía a las divinidades.
Estos principios religiosos y rituales eran la base de la identidad ontológica del grupo, por lo que su preservación en el trascurrir temporal era imprescindible, de allí el lugar central que tenía la memoria. Sin memoria no había reconocimiento de la posición cosmológica y social del individuo y del grupo, la vida y sus coordenadas perdían sentido. Es la escritura la que podía dar luz sobre la trama misteriosa que regía al universo, al mundo y al ser individual. Lo sagrado, desde la cosmovisión nahua, estaba inscrito en cada glifo, en cada espacio en blanco y en cada color de tinta de su escritura.
Escritura, oralidad y estructura social
En el aspecto sociocultural, el hecho de que la escritura pictográfica no cifrara el lenguaje hablado no debe hacernos olvidar la función privilegiada que tenía la palabra oral en las sociedades prehispánicas. “Los códices no eran textos contemplativos para ser estudiados en tranquilidad y aislamiento. Es de suponer que en todos los pueblos mesoamericanos eran la base para una exposición verbal”. [4] Recordemos que la historia de la lectura en Europa muestra cómo la lectura privada, aislada de la exposición verbal, no ocurrió hasta la invención de la imprenta, hasta entonces la lectura colectiva y en voz alta había sido el uso común.
En las sociedades mesoamericanas, la oralidad era base de su configuración social. La palabra hablada trabajaba en conjunto con la escritura pictográfica. Los amoxtli eran leídos en espacios públicos por oradores, lo que hacía que la información escrita en imágenes se espacializara con sus gestos, la danza y la dramatización de la voz.