La otra cara del Thyssen

Este es un viaje al interior de un museo: el madrileño Thyssen-Bornemisza, uno de los tres vértices del llamado triángulo del arte (que completan el Prado y el Reina Sofía), donde se guardan las colecciones del barón Hans Heinrich Thyssen, fallecido en 2002, y su esposa, Carmen Cervera.

Pero no se trata de hacer un recorrido por las salas donde el año pasado transitaron 1.034.941 de visitantes, ni de poner el foco en sus más de 600 artistas y cerca de mil cuadros desplegados en sus muros.
Esta es una incursión a la trastienda del palacio de Villahermosa: un acceso privilegiado a algunos de esos espacios que casi nunca se ven y apenas se oyen, pero que, sin su trabajo, el museo no podría sacar adelante su día a día.

Una desapacible mañana de finales de enero se abren unas puertas que normalmente permanecen cerradas salvo para los empleados acreditados con sus tarjetas: las del departamento de restauración, situado en una sala diáfana con varias mesas para desplegar los lienzos una vez desencajados de sus marcos y un laboratorio anexo lleno de frascos, herramientas y cajoneras.

A un lado, dos restauradoras ataviadas con batas blancas y sentadas en unos taburetes bajos pasan minuciosamente sus pinceles sobre La plaza de San Marcos en Venecia (1723-24), obra de Canaletto, una vista de la famosa localización plagada de personajes y detalles apenas perceptibles a distancia, desde un gato que camina sobre una torre a una mujer que carga sus compras en una cesta.

Iluminadas por una mezcla de la luz plomiza que entra por un gran ventanal y los haces amarillentos que apuntan desde un par de focos a la zona donde trabajan,.