Muere el padre de Emiliano Sala, el futbolista que falleció en accidente aéreo

Horacio Sala, padre del futbolista Emiliano Sala, quien murió en enero de un accidente de avión en el Canal de la Mancha, falleció esta madrugada en su casa de Argentina por un infarto a los 58 años, confirmaron fuentes de su entorno.

«A la madrugada se sintió un dolor en el pecho. Llamaron al médico y cuando llegó había fallecido de un infarto», explicó al canal C5N Daniel Ribero, presidente del club San Martín de Progreso, localidad donde reside la familia Sala, ubicada a 73 kilómetros de la ciudad de Santa Fe (noreste).

«Nos deja Horacio. Otro vacío más», concluyó.

El deceso se produce apenas tres meses después de la muerte de su hijo, el futbolista Emiliano Sala, a los 28 años.

Tras dos semanas de búsqueda, en las que la familia del jugador se volcó para encontrarlo, la aeronave donde viajaba con destino a Cardiff junto al piloto, el británico David Ibbotson, fue encontrada a 67 metros bajo el nivel del mar, en el Canal de la Mancha.

En ella se encontró un cuerpo que resultó ser el de Sala, según confirmó la policía de Dorset (Reino Unido) el pasado 7 de febrero tras someterlo a las pertinentes pruebas forenses.

La autopsia reveló que el jugador, nacido en la provincia argentina de Santa Fe, murió a causa de lesiones sufridas en la cabeza y en el tronco.

Sala viajaba a Gales tras haber sido transferido del Nantes al Cardiff en 17 millones de euros.

Horacio, su padre, trabajaba como camionero y se vio muy afectado por el deceso de su hijo, de quien manifestaba su orgullo por su exitosa carrera en el fútbol europeo.

Hay evidencias que están ahí, en la soledad que nos acompaña, pero la innata grandeza del ser humano consiste en hacer valer y en poner en valor su propio espíritu moral; en saber mirar con los ojos de la autenticidad para poder encauzar otros caminos más sensibles con nuestros análogos.

Cada día son más las personas marcadas por el sufrimiento, por la inhumanidad de todos nosotros. Se me ocurre pensar en esas criaturas menores, víctimas de la guerra, de contiendas inútiles y absurdas, de todo tipo de formas de violencia, incluso dentro de sus distintivos hogares.

Se acrecienta también el número de chavales sin esperanza alguna, sumidos en la desesperación y el miedo, y por si fuera poca la desolación, hay algunos niños a los que no les dejamos ser niños. Lo mismo sucede con los abuelos; con aquellos que, en el atardecer de su vida, son despreciados por sus naturales descendientes, quedando muchos de ellos en el desamparo total, incluso aquellas instituciones que dicen salvaguardarlos, hacen bien poco por cambiar el rostro de su faz.

A veces, de igual forma, hemos convertido el sufrimiento de algunas gentes en espectáculo. Algo tremendo, cruel, que debe dejarnos totalmente destruidos por dentro.

Ciertamente, en la medida en que el sufrimiento de los niños nos deja indiferentes, no existe el amor verdadero entre nosotros. Esta es la triste realidad. Muy triste, tristísima. Para desmoralizarse. Posiblemente de todo se rehace uno y renace. De vez en cuando, en algunas noches, en lo espinoso de una situación, se toca el reino de la verdad y suele hallarse la luz.

Sin ir más lejos, ahora la Organización Mundial de la Salud acaba de publicar, por primera vez, recomendaciones sobre el tiempo que los más pequeños pueden pasar viendo la televisión o jugando con un celular, cuánto ejercicio físico deben hacer y cuántas horas deben dormir. Nunca es tarde para enmendar contextos.

También el maltrato a las personas mayores se ha mundializado, lo que requiere una atención más efectiva por parte de todas las corporaciones, incluida asimismo la comunidad internacional, pues aunque tengamos la certeza de que hemos de caminar constantemente en la oscuridad de las penurias, hay que tener esperanza y ponerse en acción para defender la vida de todo ser vivo, despojada de todo dolor causado por semejantes.

Sea como fuere, en cualquier rincón del planeta, ante estos escenarios de amargura, hay que oponerse. No es bueno continuar deshumanizándonos. La humanidad se maltrata a sí misma. Nadie se hermana con nadie. Tampoco se armoniza, se enemista, y no aprendemos la lección vertida por nuestros antepasados.

Es más, con los avances, la tortura está a la vuelta de la esquina y el adoctrinamiento en cualquier plataforma de las nuevas tecnologías. En demasiadas ocasiones, incitando al odio y la venganza, mientras los gobiernos de los Estados apenas hacen nada por adoptar medidas inteligentes que regulen este tipo de hechos para que no frene la innovación o la libertad de expresión.

Por cierto, la Organización Mundial de la Salud recomienda que entre los dos y los cinco años los niños usen esos dispositivos como mucho una hora al día. Si es menos, mejor. Además, son también muchos los críos que han de soportar los traumas derivados de este espíritu de divisiones que impera hoy en toda la sociedad, con la ruptura de la familia.

Otras gentes, con etiqueta de marginación, también están en total abandono, consideradas como desechos de las que hay que desgajarse. ¡Pobre árbol de la vida! Hemos perdido el corazón y apenas hacemos nada por mejorar esta atmósfera inhumana a más no poder, que pisotea a los débiles y endiosa a los poderosos.

Quizás los adultos tengamos que hacernos pequeños como los párvulos y volver a ilusionarnos con un nuevo estilo de vida más fraterno, más humanístico en suma. Tal vez, de igual modo, aquellos que nos creemos maduros, tengamos que reflexionar sobre nuestros abuelos, porque un pueblo que no custodia a sus mayores se desmiembra de sus propias raíces, con la consabida ausencia de memoria que va a insensibilizarse por siempre, con la definitiva caída de la arboleda existencial.

Por consiguiente, nunca es tarde para superarse y cambiar la siembra del dolor por una sementera de buenas prácticas vivientes, que radican, desde luego, en la capacidad de amarse y de poder amar. Lo peor que puede pasarnos como linaje es que perdamos hasta nuestro propio amor, nos cansemos de sonreír y de alegrarnos de sembrar el bien, sobre todo donde cohabite el mal.