Las maravillas de Hamburgo en un paseo

Hamburgo es una urbe moderna levantada sobre la que fuera totalmente destruida en la última gran guerra. Como cuenta el historiador Antony Beevor en su obra La Segunda Guerra Mundial, fueron tantos y tan intensos los bombardeos que sufrió la ciudad a finales de 1943 que prácticamente no quedó piedra sobre piedra. Beevor describe en su relato como “los raíles del tranvía se diluían” y cómo las bolas de fuego que se formaban al explosionar las bombas incendiarias aspiraban a la gente que huía como si se tratara de muñecos de papel.

Afortunadamente, Hamburgo renació de sus cenizas y hoy es una ciudad verde y amistosa; sin atascos. Esto a pesar de que cuenta con 1,8 millones de habitantes (la segunda ciudad más poblada de Alemania, después de Berlín), además de otros 5,3 millones viviendo en su área de influencia. También se ve limpia; entre otras razones, porque una legión de personas variopintas rastrea continuamente su superficie, papeleras y contenedores de basura, en busca envases vacíos para llevarlos a las máquinas de reciclaje de la que recibirán a cambio un buen puñado de euros; 25 céntimos por cada lata de cerveza vacía, por ejemplo.

Caminar por sus calles resulta placentero, como ir de barrio en barrio en bicicleta, pararse a tomar un café o una cerveza, entrar en un museo, en una tienda… En bicicleta, el viajero fue a Sant Pauli, el barrio portuario, uno de los más conocidos de Hamburgo y referente obligado para los noctámbulos. También a Sternschanze, refugio y espacio alternativo; a Altona, que fuera territorio danés hasta 1864, por esos juegos caprichosos de la historia. Y a Sant Georg, donde de pronto se tiene la sensación de haber llegado a otro país.

Navegar por el lago Alster, en el mismo centro urbano; o bordearlo paseando, recorrer cualquiera de los parques entre el espeso arbolado, en los que, si acompaña el tiempo, abundan las madres con niños pequeños, los esforzados deportistas, los amantes y todos esos grupos de amigos que, al igual que los lagartos, aprovechan el menor rayo de sol para torrarse. Sí, recorrer estos espacios es una delicia; como lo es perderse por el casco antiguo. Un sencillo laberinto que, aunque reconstruido –apenas queda alguna casa de hace un par de siglos–, asombrará por los canales que perfilan los antiguos edificios-almacén rehabilitados. O los de nueva construcción, que también los hay, como el Ayuntamiento, al que puede accederse y visitarlo o entrar sencillamente hasta el patio central para comer en su afamado restaurante.

Merece la pena, también, recorrer pausadamente esas calles comerciales (Neuer Wall, Poststrasse) en las que no hay firma de prestigio mundial que no tenga su espacio. La libre y vieja ciudad hanseática rezuma en este espacio de aceras acrisoladas el no va más del glamour y el refinamiento; tras los sobrios escaparates, minimalistas, apenas se ve a nadie. Pero no hace falta saber más para entender que tras las puertas de pomos dorados relucientes se esconde ese otro Hamburgo, lujoso y exclusivo, en el que una burguesía poderosa económicamente tiene su hábitat.

Viejos almacenes
portuarios
Al viajero, sin embargo, le seducen mucho más los viejos almacenes portuarios, rehabilitados y dedicados a espacios culturales. Unas propuestas que están posibilitando que la creatividad tome nuevo impulso en este Hamburgo añoso, siempre renovándose. Hoy los hamburgueses compiten con Berlín. Y es que el tiempo del duelo pasó ya, afortunadamente. Y aunque todavía queden huellas de un pasado doloroso, como esa placa homenaje, colocada a la salida del Elbtunnel al otro lado del puerto, en la que se recuerda a los miles de prisioneros esclavizados por los nazis al servicio de los grandes astilleros, o la huella más visible y explícita que es esa torre espadaña de la iglesia de Sant Nikolai, donde la negrura del hollín y el horror del fuego prevalecen envolviendo los restos del templo, el viajero está obligado a mirar hacia adelante y así, observa y celebra que Hamburgo luzca sus mejores galas hoy y anuncie tiempos de progreso.

La ciudad vuelve a ser una ciudad importante en Europa como lo fuera en la época de la Liga Hanseática (Hansa), fundada a mitad del siglo XII, y que alcanzara su esplendor en los siglos XIII y XIV, cuando esta Sociedad –la Hansa– creada para favorecer el comercio llegó a tener más de 170 ciudades asociadas, entre ellas la Ciudad Libre de Hamburgo.

La reunificación alemana en 1990 y el impulso posterior que tuvo la economía han hecho de Hamburgo el segundo puerto comercial del continente, solo superado por Róterdam. La ciudad, volcada al Elba, ha sido capaz de transformar la mayor telaraña de muelles y hangares derruidos de Europa en modernos edificios de apartamentos, museos y espacios para el ocio y la cultura. Recorrer estos espacios ubicados entre canales, detenerse en sus restaurantes o en las salas de exposiciones, es la última oferta para el placer de los hamburgueses. El más emblemático de estos edificios, de nueva construcción, es el Elbphilharmonie, de los arquitectos Herzog y de Meuron, que al viajero se le antoja que podría ser un fantasma de algún trasatlántico hundido. Ubicado entre dos canales, ocupa un lugar privilegiado desde el que, volando sobre el puerto, se asoma al infinito. En él se albergan varias salas de conciertos, oficinas y otros servicios.
Y si uno ha visto ya Hamburgo desde el mirador del Elbphilharmonie, solo le falta admirarlo desde el otro lado del río. Para ello, la opción más emocionante, sin duda, es recorrer a pie el Elbtunnel, de 430 metros de largo. Esta avanzada obra de ingeniería para su tiempo, se inauguró en 1911 después de diez años de obras. Situada a 25 metros bajo el Elba, permanece todavía en uso.

Unos ascensores, para personas y vehículos, situados a ambos lados, llevan hasta la base del túnel por el que al recorrerlo caminando, en bici o en coche, se siente el peso de la historia.