La mujer y el hombre, reencontrados; hacen familia

‘El retorno a la cuna de la vida y del amor, es lo que nos transfigura como especie continuista’.

Emparejados los derechos de género, nos resta encontrarnos y querernos, puesto que la relación varón-mujer es la que nos hace crecer y reencontrarnos como linaje. Por tanto, celebro que se nos inste a repensar sobre el propio ser humano, como persona única, evitando tanto una guerra de intereses mundanos como una uniformidad de identidades.
Cada uno es como es y todos nos merecemos el fundamento moral que nos dignifica como persona. A partir de aquí, la genialidad es conjunta y nadie puede ser discriminado, pues la sociedad se construye armónicamente desde las diferencias naturales, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la aproximación y de la existencia. En consecuencia, el entendimiento de unos hacia otros es esencial. De ahí que todos nos merezcamos una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura.
Ciertamente, es el momento de mirar el camino recorrido y de reconocer, más allá de la cuestión mundana de género, que gracias a esa complementariedad de lo «masculino” y de lo «femenino”, lo «humano” se ha hecho más poesía, más unidad y más unión.
Precisamente, es esta inspiración poética la que nos enriquece y embellece, la que nos hace ser responsables y sentir esta versatilidad de níveo amor, en el conjunto de la obra de la creación. Desde luego, la mujer y el hombre reencontrados en expresiva alianza, son el mejor patrimonio constitutivo de la humanidad, puesto que por sí mismos, se asombran y no se ensombrecen, hacen familia y fraternizan.
Por ello, es fundamental eliminar todas las prácticas nocivas que nos deshumanizan y separan, así como de violencia que nos acorralan perennemente. No olvidemos, que el retorno a la cuna de la vida y del amor, es lo que nos transfigura como especie continuista.

Sea como fuere, pienso que hemos sido convocados para ese camino de comunión literaria, en el que la estrofa es el pulso de cada cual y en la que su métrica ha de ser un lenguaje de paz. No importa el género, lo que interesa es la reunión, los diversos gestos y las manos tendidas, para gestar una humanidad que conforme un gran grupo, con más corazón que coraza, dispuesto a vivir y a convivir en esa casa común que es la tierra, con el buen obrar de hacer propio un horizonte trascendente de valores.
En este sentido, la Organización de las Naciones Unidas, hace años, forjaba de manera pública y solemne la Declaración universal de los derechos humanos. Con dicho documento, el tronco humano reaccionaba ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial, reconociendo la propia unidad basada en la igual decencia, sean mujeres u hombres. Por aquel entonces, hemos de reconocer que fue un paso decisivo en el camino difícil y laborioso hacia la concordia.
Con el paso del tiempo, hoy nos toca a nosotros, con nuestras acciones, ser más humanitarios, cuando menos para poder superar ciertos conflictos que nos devastan. Quizás tengamos que decir un «sí” garante, como esa mujer y ese hombre, que deciden proyectar su energía en común.
Sin duda, dicho lo cual, es cardinal que cada uno se esfuerce en vivir su propia historia con una actitud solidaria, reconociendo en este desprendimiento de uno mismo la fuente de la propia existencia y la de los demás. Sobre la base de este umbral significativo se puede percibir el valor incondicionado de todo ser humano (no importa para nada el género) y, así, poner las premisas para la construcción de una humanidad sosegada.
Sin este fundamento vital, la sociedad es sólo una agrupación fría de ciudadanos, y no una corporación de moradores hermanados, llamados a formar un gran hogar. Tal vez, ubicado en el edén, donde gobierna el universo del verso como aire salvavidas.
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