Docenas de pueblos gozan de carnavales afromestizos en Veracruz

Las coloridas máscaras de animales, seres mitológicos y deidades, que sirven para despojarse de las cargas de la vida diaria, invaden docenas de pueblos con profundas raíces africanas y caribeñas del estado mexicano de Veracruz.

Antes de la sumisión de las normas cristianas de Semana Santa, miles de hombres y mujeres juegan con el anonimato que les brindan las caretas, ropajes coloridos y penachos de flores a lo largo y ancho de Veracruz, una región con profundas raíces africanas, por los esclavos traídos por los españoles.

A partir de este fin de semana y hasta la primera quincena de marzo, en pequeños pueblos refundidos en zonas montañosas, con gran vocación cañera y cafetalera, los carnavales afromestizos liberan a hordas de habitantes que bailan al compás de los sones jarochos y de los grupos de viento, en una mezcla de arte y sincretismo.

«Te pones tu máscara y eres otra persona: bailas, te diviertes, te olvidas del trabajo, del problema», cuenta Julio Rivera desde la comunidad de Almolonga, un pueblo del municipio de Naolinco.

Rodeada por grandes montañas, sólo es una de varias comunidades donde se rinde tributo a la tercera raíz mexicana: la negra. Lo mismo en Coyolillo y Chicuasen del municipio de Actopan; pasando por Blanca Espuma, Providencia y Cerrillo de Díaz en Alto Lucero; hasta Alto Tío Diego del municipio de Tepetlán.

En cada rincón la fiesta es distinta: en Coyolillo, la diversión es correr, gritar como animales y sonar los cencerros; en Almolonga es bailar sin un compás definido y empujarse unos a otros mientras asemejan el bramido de los toros.

Al lado de su esposa, Julio lleva semanas tallando troncos de una madera blanda conocida en la localidad como equimite para darle forma de «rostro» de toro, la imagen que utiliza, junto con sus vecinos, para volar con la música de fondo.

«El secreto para hacer las máscaras es tener mucho talento y no ser desesperado, se tiene que tener paciencia y la mente para ir dibujando todas esas cosas», dice.

En sus manos carga un tronco convertido en cabeza de burel,  con sus astas monumentales y pintado de colores chillantes. Aquí el toro es sinónimo de fiesta y carne, pero en cada región varía, desde diablos, animales, fantasmas y seres divinos.

Se trata -afirman los especialistas- de elementos distintivos para el trastoque de la realidad y ocultamiento de la identidad, el desplazamiento de los roles de autoridad y la libertad para expresar movimientos que en otros momentos serían reprobables.

«Es muy bonito porque nadie sabe quién eres atrás de una máscara y andas escondido», relata Cira Huerta, esposa del artesano Julio.

Es fiesta, pero también organización comunitaria. Va más allá de los tradicionales carnavales de las grandes urbes, en los pueblos la hospitalidad de la gente, su comida sencilla pero sabrosa y, sobre todo, su alegría desbordante hace la diferencia.

Se baila para recordar a aquellos esclavos que laboraban en haciendas cañeras y cafetaleras, para jamás olvidar sus orígenes y sus tradiciones.

«Antes eran tiempos de esclavitud y llegado el día de descanso yo me transformo en esas personas que pasaban todo un año de trabajo», describe Bruno Castro Hernández, un artesano de la localidad con 20 años de elaborar «rostros» nuevos.