La princesa de las tinieblas

Por: El Torero Giovanni Aloi

Una plomiza y lluviosa tarde, días después de la azarosa madrugada de mi estremecido encuentro con los Diablillos Noc-turnos, llegué feliz y serenamente a mi hogar.

Distraído del fatídico encuentro aquel, repentina y ruidosamente abrió el ascensor que acudió a mi llamado desde el estacionamiento del 1er nivel de mi dependencia. Entre el cristal opuesto a la puerta del elevador y un servidor, (donde se traslucían una serie de relámpagos anunciando una seria tormenta), se encontraban de pie, alineada, estoica y lúgubremente, nada más ni nada menos, que la maléfica y desdichada tercia de gualdos belcebús. En esta ocasión, estaban acompañados por una enjuta y escuálida figura de género femenino, cubierta de una cabellera azabache, radiante y lacia que hacia perfectamente las veces de la crin del caballo Negro del Apocalipsis, el cual, coincidente y alegóricamente representaba el hambre. Esta raquítica dama, exhibía también unas manos largas y casi desprovistas de piel, muy a modo de garras que ilustrarían a la perfección la tétrica imagen de las Arpías, que Dante Alighieri describe en la Divina Comedia.

 El severo y «gargolesco» perfil que ofrecía su rostro, me llevó a concluir en el acto que se trataba de la hasta ahora desconocida, «Princesa de las tinieblas».

 Dudé por un instante adentrar-me a este lóbrego cubículo, cuya imagen habría hecho una digna figura como portada de una novela de Alfred Hitchcock.

Mi ya acostumbrada inercia y posiblemente mi inconsciencia decidieron que procediera a entrar al ascensor. El viaje precavía un episodio al mismísimo estilo de Rod Serling, en su creación del Twilight Zone de los años 50’s

Cuando las puertas del elevador cerraron de forma sólida y siniestra para en teoría empren-der un corto viaje, me censuró la Arpía con una mirada escalofriante. Dos ojos negros, feroces, ausentes de pupilas, caprinos, sin duda obedeciendo al mortuorio silencio y absorta expresión, con los cuales de forma artera y abyecta los tres rapaces acusaban mi seguramente ya denostada presencia.

El ascensor se detuvo en un piso sin motivo alguno y de forma totalmente extraña pues nadie había solicitado el servicio y nadie tampoco había presionado el botón del 2o nivel, ni un servidor ni mis compañeros de viaje.

Yermas de lógica alguna, las puertas abrieron, en simultáneo acto se trasluce nuevamente por el vidrio del cubículo otro tremendo relámpago, seguido a los pocos segundos por un estruendo como pocas veces había yo escuchado. En ese momento los tres pequeños azotes, casi al unísono del fogonazo, arrancaron como feroz estampida obedeciendo a su Huno linaje, como reviviendo una carga de caballería de aquellos guerreros acaudillados por Atila. La Princesa con una diligencia viperina y aterradora, logró de alguna forma asir a uno de los pequeños belcebús, evitando por lo menos la fuga del mediano, el único con un corte de pelo a manera de champiñón, que me impedía definir su género. En cambio los otros dos desaparecieron como espectros que se lleva el diablo, descendiendo peldaños en medio de furibundos zapatazos y «derrapones» que me remontaron a aquella fatídica madrugada; adicionalmente hacían eco feroces alaridos en un idioma para mi incomprensible, pero que por la cadencia que llevaba, sugería términos injuriosos y soeces.

Tanto la princesa (que continuaba a inmovilizar al de la cabeza de champiñón, el cual no dejaba de forcejear dispuesto a unirse a sus ya lejanos cofrades) y un servidor, pudimos escuchar cómo los dos pequeños prófugos habían decidido tomar la ruta descendiente (opuesta a los iniciales planes de la Princesa de dirigirse a su morada).

 Motivado por la estremecida expresión trazada en el rostro de la princesa de las tinieblas y dispuesto resarcir mis estropeadas relaciones con ella y con el portero del infierno, decidí hacerle al héroe a fuerza.

Repentinamente y en extremo pude anteponer mi brazo para evitar que las puertas del ascensor cerraran, salí corriendo escaleras abajo para tratar de darle alcance a los diminutos Hunos antes de que pudieran salir del edificio y adentrase a un extenso jardín arbolado en medio de una tormenta. Yo sabía muy bien que por la dosis de terror que por algún motivo logré inculcar en ellos, aunado a sus ya desacreditadas maneras procaces y salvajes, el hecho de que lograran abandonar el edifico, hubiese requerido una jauría de sabuesos y diversas acciones de experimentados comandos para dar con ellos.

Gracias a Dios la lluvia preci-pitaba de forma muy densa y desenfrenados truenos descargaban cercanos y aterradores. Esto logró contener la diáspora, e intimidar y persuadir hasta a estos dos infernales rapaces. Los encontré repantigados, abrazados y amedrentados en la única esquina seca del pequeño pórtico. Lo primero que hice, fue precaverme de nos ser atacado a duo, y evitar dentro de lo posible salir de ahí a modo de Ecce Omo, reduce de mordidas, arañazos y patadas, eso asumiendo que no cargaran con algún tipo de venablo, cachicuerna o instrumento de refriega. Ambos tomaron mi mano. La Princesa y el Portero aguardaban con pesar, al recibirlos con gratitud.