Sofía Kovalevskaya, la primera matemática profesional

  • La investigadora rusa, fallecida el 10 de febrero de 1891, también escribió varias novelas y participó en el movimiento nihilista

En 1874, la Universidad de Gotinga (Alemania) otorgó el título de doctora a Sofía Kovalevskaya. Tenía 24 años. Su tesis se componía de tres partes, cada una de las cuales habría bastado para defender una tesis “ordinaria” (es decir, la tesis de un hombre). Una de ellas trataba sobre la forma de los anillos de Saturno.

La más importante, aquella que había realmente impresionado a su profesor, enunciaba y demostraba una importante propiedad general sobre las soluciones de una ecuación en derivadas parciales: el teorema de Cauchy-Kovalesvskaya, como se conoce en la actualidad.

Aunque leyó la tesis en Gotinga, Kovalevskaya había estudiado en Heidelberg y sobre todo en Berlín, donde la universidad era tan reaccionaria que no permitía a las mujeres tan siquiera poner los pies en sus edificios. Su profesor, Karl Weierstrass, uno de los fundadores del análisis matemático moderno, debía repetirle en su propia casa las clases que daba en la universidad.

Para llegar tan lejos, Kovalevskaya había mostrado una gran determinación: para abandonar su Rusia natal, donde las mujeres no podían cursar estudios superiores, y estudiar matemáticas en Alemania había tenido que buscar a un joven dispuesto a contraer con ella un matrimonio “blanco”. Lo encontraría en Vladimir Kovalevski, un biólogo apasionado por los fósiles y traductor de Darwin al ruso, con quien se casó a los 19 años. Se trasladaron a Heidelberg en 1869. La hermana de Sofía también viajaba con ellos – un marido bastaba entonces para cuidar de dos damas – pero siguió rumbo a París para cumplir con su destino. Sofia y Vladmir la visitaron en 1871 y vivieron durante unas semanas la Comuna de París, un paréntesis “revolucionario” en sus estudios.

Cuando ambos hubieron leído sus tesis volvieron a Rusia, donde ninguno pudo encontrar un trabajo a la altura de su formación. Vivieron varios años infelices, en los que abandonaron su actividad científica, tuvieron una hija y perdieron mucho dinero. Entonces Kovalevskaya decidió volver a las matemáticas y dejar a su marido. Estaba en París cuando se enteró de su suicidio en Moscú. Hoy nos cuesta entenderlo, pero fue precisamente su condición de viuda la que hizo que sus colegas se preocuparan de ayudarla a encontrar un trabajo. GöstaMittag-Leffler, matemático sueco, también antiguo alumno de Weierstrass, consiguió que la recientemente creada universidad de Estocolmo la contratara. Se trasladó a Suecia en 1883 y comenzó una nueva vida: la de una matemática profesional, con clases, viajes y congresos, reuniones de comisiones y de comités, y sobre todo, volcada a la investigación.

Llevaba tiempo dándole vueltas a un problema de mecánica clásica: describir el movimiento de un sólido fijado por un punto. Era una cuestión difícil, en la que no había habido ningún avance desde las contribuciones de matemáticos tan prestigiosos como Euler y Lagrange en el siglo dieciocho.

Sin embargo, Kovalevskaya tenía una brillante idea para resolverlo. Su trabajo, que hoy en día se conoce como la “peonza de Kovalevskaya”, le valió un premio de la Academia de Ciencias de París, que recogió a finales de 1889.

Kovalevskaya gozó de un gran reconocimiento por parte de los matemáticos de su tiempo: en Alemania, en Francia, en Suecia, pero también en Italia e incluso, con retraso, en Rusia. Su teorema sobre las ecuaciones en derivadas parciales sigue siendo uno de los resultados de base en esta área de las matemáticas, y su peonza ha inspirado bellos trabajos de geometría algebraica a finales del siglo veinte. Su herencia matemática es importante pese a su no muy larga vida.

En efecto, como una auténtica heroína del siglo diecinueve, murió de neumonía a los 41 años. Tenía aún muchas ideas, y no solo matemáticas, también literarias; años antes había escrito unas Memorias de juventud y la novela Una nihilista. Se dice que sus últimas palabras, el 10 de febrero de 1891, fueron “Demasiada felicidad”. La escritora canadiense Alice Munro las convirtió en el título del hermoso cuento que le dedicó.